sábado, 25 de julio de 2009

Ley del menor, bajo sospecha. Ley del mayor, bajo denuncia.

José M. Castillo

A todos nos preocupa, y con razón, la alarmante degradación de tantos niños y niñas, de los que, con frecuencia, nos enteramos que cometen actos de violencia que hace poco tiempo no podíamos ni imaginar. Como es lógico, han saltado las alarmas y hay quienes piden a gritos que los poderes públicos corten, cuanto antes, con semejante degradación. Los hechos recientes son conocidos de todos. Es necesario saber que, por ejemplo, sólo en 2007, se produjeron en España más de 1.500 abusos sexuales, protagonizados por menores. Y ampliando el tenebroso horizonte de la descomposición social, que esto representa, nadie puede saber ya la cantidad de padres y madres de familia, profesores, vigilantes del orden público, etc, que viven asustados, sin saber qué hacer ante el giro que están tomando los acontecimientos en este (des)orden de cosas. En Granada, el juez Emilio Calatayud ha informado en público, repetidas veces, de la cantidad de padres que se ven obligados a denunciar en el juzgado de guardia a sus hijos menores porque les tienen miedo, a veces, mucho miedo. Por eso resulta comprensible que haya quienes piden al Gobierno y a las Cortes que se replantee, lo antes posible, la ley del menor. Y es que, efectivamente, la ley del menor está bajo sospecha. Porque se ve, a todas luces, que es una ley que no ataja los males de los que, con toda razón, nos quejamos.

Todo esto es evidente. Y exigimos que las autoridades competentes tomen las medidas necesarias para acabar con esta lacra y esta vergüenza. Pero ocurre que no hay que ser un lince, ni un “profeta de desgracias”, para darse cuenta de que, si la ley del menor está bajo sospecha, la ley del mayor tiene que estar bajo denuncia. Porque lo que los mayores hacemos con los niños es indeciblemente mucho más grave que todo lo que los niños pueden hacer contra los mayores o contra otros niños. Basta recordar algunos datos, de los que tenemos información fidedigna, suministrada por los organismos internacionales competentes (ONU; UNICEF, FAO...): 600 millones de niños se acuestan cada noche con hambre; 1, 4 millones de niños viven con el VIH/SIDA; 250 millones de niños, entre 5 y 14 años, están en el mercado de trabajo; entre 8.000 y 10.000 niños mueren o quedan mutilados cada año por las minas terrestres; unos 35.000 niños mueren de hambre o desnutrición cada día. Por no hablar de los niños y niñas que son vendidos para el aterrador negocio de la prostitución infantil o para el macabro comercio de venta de órganos. Resulta estremecedor viajar por no pocos países del tercer mundo en los que uno se entera de la cantidad de niños y niñas que desaparecen y no se sabe más de ellos. Los prostíbulos más sórdidos y quizá algunas clínicas distinguidas saben de esto lo que no nos atrevemos a pensar.

Como es lógico, si las leyes (de menores y mayores) están redactadas de forma que, de hecho, sucede lo que estamos viendo y comentando, sin duda alguna es que esas leyes permiten lo que en ningún caso tendrían que permitir o no prohíben lo que es urgente prohibir. Por supuesto, los problemas que acabo de apuntar no se resuelven sólo con leyes, por muy perfectas que sean. Detrás de esta patética situación se ocultan intereses económicos, políticos y quizá entresijos más oscuros e inconfesables que nadie conoce a ciencia cierta. En todo caso, es evidente que la corrupción ética y la descomposición social, que se pone de manifiesto en lo que estamos viviendo, es en realidad una situación tal de violencia, que o acabamos nosotros con ella o ella acaba con nosotros.

¿Qué hacer en estas condiciones? Me parece que no sirve para nada hurgar, una y otra vez, en los sentimientos de culpa. Lo que importa no es verse “culpable”, sino sentirse “responsable”. Es bueno que los padres y educadores pidan al Gobierno que reforme la ley del menor. Pero no olvidemos que eso puede ser una coartada para intentar liberarse de la “culpa” sin asumir la debida “responsabilidad”. Lo más urgente, en este momento, es que nos convenzamos de que todos podemos (y tenemos que) cambiar las cosas de manera que los poderes públicos atajen este proceso de descomposición social en el que nos vamos hundiendo. Utilizando el lenguaje de los antiguos, yo diría que lo que hace más daño es el “pecado de omisión”. El pecado del que dice: “yo no puedo evitar ni que los niños estén como están, ni que se mate o se abuse de tantas criaturas inocentes”. Sí podemos. Podemos más de lo que imaginamos. Si estamos derrotando al terrorismo, es porque todos nos hemos persuadido de que eso es posible. ¿Por qué no se ha creado una conciencia colectiva paralela en cuanto se refiere a la violencia de los niños o a la degradación de los adultos? Sin duda, porque hemos visto más peligro en la violencia del terrorismo que en la violencia de la corrupción. Y sin embargo, ya es hora de comprender que la mayor violencia, que padecemos en este momento, es la violencia de los corruptos. Hay que decirlo sin miedo. El terrorismo ha mutado. El terrorismo más letal de este momento es el que opera en los mercados financieros o en elegantes despachos de gente influyente. Esos son los que han precipitado la crisis económica que estamos padeciendo. Los que han dejado a millones de criaturas sin pan y sin trabajo. Son los que han hecho posible tanto desastre porque se han visto amparados por la violencia de los que, ante tanta corrupción, se cruzan de brazos diciendo: “Esto no va conmigo”.

José M. Castillo

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