lunes, 12 de mayo de 2008

Alquimia eucarística

Pepcastelló

En el transcurso de una eucaristía que se celebró hace unos días para festejar los cien años de una monja y a la vez sus setenta y cinco de vida religiosa, cuando el oficiante se preparaba para “convertir” el pan y el vino en el «El Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo», me vino a la mente la nota dos veces buena (por buena y por breve) de Luis Alemán “Un apunte sobre las primeras comuniones” que pocos días antes había leído en “feadulta”. Y también los de José M. Castillo sobre “La Iglesia como sacramento”; y algunos de Juan Luis Herrero y de otros que escriben con similar talante sobre lo que es y lo que debiera ser la Iglesia. Y se me ocurrió −¡blasfemo de mí!− que mientras el centro de la liturgia católica sea el goce de la ingestión divina, pocas posibilidades hay de que se produzcan cambios profundos en la Iglesia Católica Romana. Porque, ¿para qué cambiar nada si gracias a como ahora están las cosas los fieles católicos pueden alimentarse a diario con «el Cuerpo de Cristo», el mismo Dios hecho carne humana?

Si la fe católica consiste en «creer» cuanto de fabuloso la Iglesia afirma, entre lo cual se halla el poder de los sacerdotes para convocar al mismo Dios del cielo mediante un determinado rito, y estas creencias aportan a los fieles un bienestar emocional que se puede realimentar continuamente, ya sea en personal conversación con Dios, ya sea devorándolo a diario, y si encima estos placeres sitúan mentalmente al creyente por encima de los demás mortales increyentes, ¿para qué cambiar nada? ¿Acaso no es esta presencia divina un anticipo de lo que se supone será el cielo? No, nada de cambios. Nada de dudas sobre la doctrina de la Iglesia ni sobre la potestad del Papa y los sacerdotes ni sobre la Providencia Divina ni sobre Jesucristo, ese Jesús de Nazaret divinizado a golpe de concilio y convertido luego en manjar delicioso. Nada de cuestionar nada que pueda echar por los suelos ni el más mínimo de los refinados “placeres del alma” que la fe conlleva. Y menos aún pensar en echar la propia suerte con los pobres de la tierra. ¡Qué disparate! A los pobres hay que echarles limosna, eso sí, para aumentar el bienestar interno que produce la buena conciencia, pero nada más. Pobres los habrá siempre, y la Iglesia no puede ser pobre porque para mantener este culto, que tan placentero resulta a sus fieles, necesita organización, templos, formación y manutención de clérigos, influencia política y social… Riqueza material, se mire como se miere, pero una riqueza que sirve para seguir en lo más hondo del alma a aquel que dijo «mi reino no es de este mundo».

Y así cavilando mientras la ceremonia iba avanzando y ya los fieles se ponían en hilera para pasar a comulgar, mi mente blasfema llegó a pensar que la Iglesia es el conjunto de gentes que se reúnen para gozar del refinado placer que da sentir la presencia divina, ese estado de bienestar que producen las hormonas cuando el pensamiento se ocupa en la contemplación de imágenes celestiales.

Me hizo feliz aquella idea, porque por fin podía entender cómo es posible meter en un mismo saco al papa, a los cardenales, a los obispos que viven lujosamente, a los párrocos, a las religiosas y religiosos que viven más humildemente atendiendo a los pobres, a esos mismos pobres que más humildemente ya no pueden vivir, a los ricos que son causa de tanta pobreza, a los dictadores asesinos y genocidas que protegen a los ricos, a los torturadores, a los curas pederastas… ¡Todos son Iglesia! Basta para ello con que todos coincidan en reunirse para rezar el mismo Credo y, sobretodo, para gozar las excelencias de ese divino manjar que se obtiene mediante la alquimia eucarística.

En fin, espero haberlo entendido bien esta vez, pero si no es así, ruego a Dios que perdone mis cábalas, porque a las personas católicas que me lean ya entiendo que les va a costar.

Luz, gozo y paz a todas y a todos.

Pepcastelló

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