jueves, 20 de agosto de 2009

Taizé, peregrinación y encuentro

PepCastelló

Una vez más he cumplido con mi peregrinación anual a Taizé, ese oasis de paz y concordia ecuménica hecha posible mediante la acogida fraterna exenta de imposiciones doctrinales, el trabajo desinteresado, la vida sencilla y austera y una plegaria en común centrada en el canto y en el silencio. Quienquiera que allí vaya podrá respirar esa atmósfera de abierta fraternidad que lleva a la cumbre de la espiritualidad inherente a la humana natura. Da igual el credo que se profese o incluso el no credo, porque el camino está abierto a quien lo quiera transitar.

Siempre mis estancias en ese bendito lugar han comportado intensas experiencias emocionales que han dejado huellas reconocibles en mi memoria. Piedras apiladas al azar entre las muchas que una a una han ido edificando la estructura de mi pobre persona. Brisa que vivifica y renueva. Viento que arrastra y lleva lejos el polvo de viejos caminos recorridos en el extravío de búsquedas infructuosas.

Aunque pensado para jóvenes, Taizé es un lugar reconfortante para quienes, adultos ya, amamos la vida austera, la música, la paz, la fraternidad y el silencio, entendido éste en el más estricto sentido interno, ya que el entorno de gente joven es un permanente gorjeo que no da reposo a los tímpanos excepto durante las plegarias y el descanso nocturno.

Somos muchas las personas que año tras año llevamos a cabo ese peregrinaje. Procedentes de diversos países, hablando diversas lenguas que la Comunidad de Taizé tiene buen cuidado en recoger y usar fraternalmente en las plegarias, compartimos unos días de búsqueda interior favorecida por el silencio y la cálida compañía. El gesto amical, la ayuda espontánea a cualquier esfuerzo que alguien realice y la buena disposición para el entendimiento constituyen el lenguaje mayormente usado, el que sirve para comunicar las buenas intenciones que anidan en el corazón de quienes se encuentran y para difundir los principios de solidaridad que animan sus almas.

Expresión a la vez de Buena Nueva cristiana y de sabiduría humana común a las más variadas culturas, Taizé ofrece todos los ingredientes para un encuentro con la propia persona, para ejercitarse en la bondad, para hallar formas de acercamiento humano por encima de intereses, creencias e identidades. Frente a una civilización ruidosa y frenéticamente activa, allí se encuentra tiempo para el silencio, la meditación y el goce de la paz del alma. Frente a la primitiva agresividad que heredamos de nuestros antepasados primates, eufemísticamente denominada ahora “competencia”, que rige como principio de vida en nuestra civilización occidental cristiana, individualista y egocéntrica, sin otros valores que el bienestar material y el éxito personal sinónimo de fracaso ajeno, allí se encuentra colaboración y solidaridad a raudales.

Bien podemos decir que Taizé es singular por cuanto acabamos de ver y por bastantes cosas más. Pese a ello, no es un lugar donde se produzcan milagros, ni creo que nadie vaya allí a buscarlos. Cada cual llega con su propio bagaje de creencias, certezas, convicciones, afectos... No parece que nadie vaya allí con la intención de cuestionar sus propias seguridades sino de afianzarlas, de adquirir más de lo mismo. Y no obstante, el contraste entre el modo de vida que allí se sigue y el que tenemos en nuestros respectivos entornos cotidianos es una buena invitación a cuestionarnos en profundidad lo que pensamos, lo que creemos, lo que hacemos, cómo vivimos y cómo nos relacionamos con el resto del mundo, algo a lo que no está dispuesta la mayor parte de la población creyente y no creyente de nuestro opulento mundo occidental.

El mundo está plagado de injusticia; la opulencia del mundo rico la están pagando con sufrimiento y miseria millones de seres humanos en el mundo pobre; nuestra forma de vida está al borde de agotar los recursos del planeta; pero la mayor parte de la gente le sigue el juego a la ambición capitalista y aun las buenas personas creyentes viven sin analizar su forma de vida a la luz del evangelio ni de la más elemental ética. La espiritualidad cristiana está tan centrada en el culto y en el goce íntimo de la relación personal con Dios que ni por asomo invita a sus fieles a pensar que con nuestra forma acomodada de vivir estemos atizando el infierno en que viven la mayor parte de los seres humanos. Con los ojos puestos en el más allá y en el «Cordero de Dios que quita los pecados del mundo», esperan que sus almas sean acogidas en la gloria por los siglos de los siglos con solo seguir las enseñanzas de la Santa Madre Iglesia, que para nada se opone a que otros paguen el gasto. ¿Para que marearse si la esperanza en un más allá feliz nos permite seguir viviendo con el mundo por montera? Bendita santidad que acepta tener esclavos con tal de no verlos y puede comer carne tranquilamente porque manos ajenas sacrifican las reses.

Cada año mi estancia en Taizé estimula mi reflexión y renueva mis inquietudes religiosas y políticas. En esta ocasión me he ocupado en contemplar ese bello lugar desde diversas perspectivas, (educativa, religiosa, política, social...) las cuales me propongo compartir en sucesivos escritos con quienes leen esta página. Talvez mis puntos de vista no coincidan con los de quienes me lean, pero para eso está el diálogo y el sitio previsto para comentarios.

Hasta pronto, pues, si nada me lo impide.

PepCastelló

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