viernes, 2 de octubre de 2009

La crisis más grave y en la que nadie piensa

José M. Castillo

¿Cómo se explica que hayamos cometido tanta abominación económica y consumista, que nos vemos abocados a la destrucción de las fuentes de energía que hacen posible la vida? ¿Qué decir del desequilibrio económico mundial en el que sabemos que las 10 primeras fortunas del mundo son superiores a la suma de las rentas nacionales de los 55 países más pobres? ¿Cómo es posible que esté pasando todo esto y encima estemos deseando que se acabe pronto la crisis para volver a estar como estábamos antes, o sea a intensificar de nuevo el consumismo insostenible que ha provocado tanta ruina, tanta muerte y tanta miseria? El número de personas, que no pueden recibir diariamente las calorías indispensables para seguir viviendo, ha aumentado, de 800 a 1020 millones. Ni en la última guerra mundial morían cada día más de 70.000 personas, como está ocurriendo ahora mismo. ¿Estamos dispuestos a seguir tan tranquilos, asistiendo a este espantoso genocidio, colaborando (al menos con el silencio) en la masacre?

El problema, a mi manera de ver, no está en nuestra depravación moral. Quiero decir: por muy grave que sea (y lo es) el “problema ético”, existe un problema previo que es mucho mayor. Me refiero a la “disociación interior” que se ha producido dentro de cada uno de nosotros. Sin darnos cuenta, el ritmo del “progreso” acelerado, en que vivimos, nos ha roto por dentro. Y así andamos. Más desquiciados de lo que seguramente podemos sospechar. Lo explicaré de la forma más sencilla posible. Como es sabido, el nacimiento de la civilización (por lo que sabemos hasta ahora) se produjo en Oriente Próximo (Mesopotamia), unos 3.500 años antes de Cristo. La civilización nació cuando aparecieron las primeras tecnologías: agricultura, metalurgia, escritura. Esto fue posible gracias al desarrollo que alcanzaron, en el ser humano, el “cerebro” y la “mano”. No es posible explicar aquí las diversas teorías que se debaten sobre este asunto. En todo caso, los hechos parecen dar la razón a la impresionante teoría de A. Leroi-Gourhan: la disociación que se ha producido entre la mano y el cerebro. Como ha explicado María Daraki, hasta la aparición del hombre “sapiens sapiens”, la evolución del cerebro y las técnicas de la mano avanzaron al mismo ritmo. Pero, desde los principios de la humanidad actual, se produce una “disociación espectacular”: en el preciso momento en el que la “evolución cerebral” toca techo y se estanca, la “evolución tecnológica”, por el contrario, se dispara y crece a un ritmo acelerado. Es lo que estamos viendo en este momento: las nuevas tecnologías nos sorprenden, cada día, con descubrimientos que avanzan a un ritmo imparable, al tiempo que nuestros cerebros ya no son capaces de saber a dónde va todo esto, en qué va a parar tanto avance y tanta tecnología, que nos están arrastrando a todos al mundo más irracional que jamás se haya visto ni previsto. Además, el poder de la tecnología es tal, que ya no hay quien la pare, por más que estemos viendo que las técnicas son más fuertes y más determinantes que las decisiones de los hombres. Y por más que estemos seguros que, a este ritmo, las posibilidades de vida en el planeta tierra tienen los días contados.

¿Es posible detener o reorientar este proceso? No será fácil. Es más, yo me pregunto si no nos hemos metido por un camino sin retorno. ¿Por qué? Está demostrado que el equilibrio material, técnico y económico influye directamente las formas sociales y por consiguiente la forma de pensar, mientras que no es posible establecer una ley según la cual el pensamiento filosófico o religioso coincida con la evolución material de las sociedades. Si se diese tal coincidencia, el pensamiento de Platón o de Confucio nos parecerían algo tan anticuado y ridículo como las desvencijadas y primitivas carretas en las que viajaban los hombres del primer milenio antes de Cristo. Una persona que hoy tiene el talento que tenía Platón es un sabio. Si viaja como viajaba Platón es un loco. La crisis más grave, que padecemos ahora, consiste en que talentos como el de Platón hay pocos, mientras que las tecnologías se han disparado de manera que hasta los mediocres tenemos a nuestra disposición tal cantidad de máquinas y artilugios de todo tipo, con los que ya no es necesario ni memorizar datos, ni relacionar esos datos entre sí, ni sacar de todo ese arsenal interminable de saberes las conclusiones que habría que sacar y que más necesitamos. Se podrán discutir las teorías de antropólogos y paleontólogos. Lo que no admite discusión es que la mano le ha ganado la partida al cerebro.

Las consecuencias de este asombroso fenómeno están a la vista de todos. Una sociedad en la que las tecnologías, que se conectan con la mano, aventajan indeciblemente en importancia a los saberes, que se conectan directamente con el cerebro, es una sociedad que vive a merced de los intereses del gran capital, que es el que, mediante las multinacionales, maneja las investigaciones, los inventos y sus aplicaciones. De ahí, que la evolución tecnológica y la evolución social llegan a disociarse e incluso oponerse, avanzando en sentido inverso: la tecnología como “progreso”, las relaciones sociales y humanas como “degradación”. Exactamente lo que estamos viviendo y padeciendo. Y todavía, algo más preocupante: de la mano y sus tecnologías brota el consumo y el “bienestar”; del cerebro y sus mecanismos emocionales brotan las “convicciones” y los hábitos de conducta. El problema, que se agudiza por días, está en que, manipulados como estamos por tanta tecnología, ya no nos queda sino una sola convicción: lo que importa es ganar mucho, vivir bien y trabajar poco. Me da miedo pensar que este camino no tiene ya retorno.


José M. Castillo

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