sábado, 10 de octubre de 2009

Premios Nobel: la responsabilidad de los intelectuales

José M. Castillo

Cuando cada año se conceden los premios Nobel, no sólo se premia el trabajo de investigación de personas eminentes en determinados ámbitos del saber, sino que además e inevitablemente también se presenta un modelo de ciencia, de conocimientos y de avances tecnológicos que se consideran los más importantes de cada año.

Nadie va a poner en duda que los 770 premios Nobel, que la Real Academia Sueca de las Ciencias (y otras conocidas instituciones de alto prestigio) han concedido desde 1901 hasta 2007, representan la enorme aportación que la ciencia, la tecnología, la literatura, al igual que las ciencias económicas y sociales, han hecho en favor de la humanidad. Los asombrosos avances que, en los últimos cien años, se han realizado en medicina, en las más diversas tecnologías, en el progreso de las letras y en el esfuerzo por mejorar las condiciones de paz entre los pueblos, todo eso, en gran medida está reflejado en la impresionante lista de hombres y mujeres que han obtenido el premio Nobel. Si hoy vivimos mejor que las gentes de hace un siglo, se lo debemos a quienes han obtenido el galardón del Nobel y a tantos otros hombres y mujeres que con su paciente y callado trabajo han hecho posible el bienestar y otras ventajas de las que hoy podemos disfrutar.

Todo esto es verdad. Y nunca lo elogiaremos bastante, para fomentar la pasión por el estudio, el trabajo intelectual y la investigación científica. De todo esto depende el futuro de la humanidad. Pero en esto, como en todo, tendríamos que ser más lúcidos de lo que hemos sido hasta ahora. Porque, si es verdad que los premios Nobel de cada año representan, en gran medida, los avances de la ciencia y el saber que han hecho posible el progreso y el bienestar, no es menos cierto que la ciencia y los saberes, que se han premiado en los Nobel, nos han acarreado demasiados sufrimientos y enormes desgracias, hasta abocarnos a un mundo amenazado de destrucción y de posible exterminio. Sin duda alguna, la ciencia y la tecnología, que hoy tenemos, merecen un premio. Pero, si somos honestos y sinceros, hay que reconocer que merecen también un juicio severo y, en asuntos muy determinantes, un justificado castigo. No debe ser mera casualidad el hecho de que, de los 770 premios Nobel que se habían concedido hasta 2007, la gran mayoría (531) se han dado a ciudadanos de Estados Unidos (276), Reino Unido (96), Alemania (76), Francia (50), Rusia (22), Japón (11). Es decir, los países que más premios Nobel han acumulado han sido precisamente los países que más guerras, más violencia y más muerte han causado o permitido en el último siglo. De la misma manera que son los países que más armamentos bélicos han inventado, han fabricado y han vendido, para hacer posibles, no sólo sus propias guerras, sino también las guerras de los demás. Y ya, puestos a hablar de este patético asunto, no olvidemos la lista de los Nobel de economía que, desde 1969, se vienen concediendo. De los 61 premios que se han dado en esta especialidad, el 65 % han sido para economistas de Estados Unidos y el 15 % para los del Reino Unido. Descaradamente se ha privilegiado la economía neoclásica, especialmente la Escuela de Chicago, es decir el modelo económico que nos ha metido en el espantoso desequilibrio económico mundial en que vivimos. El modelo económico que ha entrado en crisis y que, premiando con la impunidad e incluso con enormes cantidades de dinero a los causantes del desastre, ahora todos queremos reconstruir para seguir viviendo, disfrutando y padeciendo, del modelo de “economía canalla” que nos han impuesto los más autorizados Nobel de economía de los últimos cuarenta años. Y a todo esto, hay que sumar el silencio y la complicidad de tantos hombres de ciencia y de tantos intelectuales que trabajan, más para satisfacer los intereses económicos de las multinacionales, que las necesidades de la gente, sobre todo si se trata de las pobres gentes de los países pobres. Por poner un ejemplo, como es bien sabido, los turbios manejos de determinadas empresas químicas y farmacéuticas constituyen auténticos crímenes que claman al cielo.

El problema que todo esto nos plantea es más grave de lo que mucha gente se imagina. Porque estos hechos nos vienen a decir que, en este momento, la ciencia no es neutral. Decididamente, la ciencia ha tomado partido, en favor de quien la costea. Es decir, la ciencia se ha puesto de parte de los intereses de los Estados más poderosos y de las empresas multinacionales que, como sabemos, no tienen como finalidad aliviar el sufrimiento de la gente, sino acumular riqueza y poder. Y llegando más al fondo de las cosas, todo esto nos lleva a pensar que, en el estado actual de la sociedad tecnocrática, no es posible separar la “naturaleza” de la ciencia de los “fines” concretos para los que se utiliza la ciencia. Decir que una cosa es la ciencia “en sí”, y otra cosa es la “utilización” que se hace de la ciencia, es el intento desesperado que hacen no pocos científicos (bien pagados por las empresas para las que trabajan) para tranquilizar sus conciencias. Al decir esto, me parece acertado recordar lo que J. Habermas argumentó contra K. R. Popper, en la conocida “disputa del positivismo en la sociología alemana”: cuando las esferas del “ser” (lo que es la ciencia) y del “deber ser” (para qué se utiliza la ciencia) quedan separadas, se produce el divorcio entre el “conocimiento” y los “valores”. Una ciencia, así entendida, se presta a las manipulaciones más peligrosas y nos puede conducir a los horrores del totalitarismo, ya sea político, ya sea ideológico.

José M. Castillo

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