Entiendo que todo pensamiento es siempre colectivo; nadie es capaz de crear una sola idea ex nihilo, mucho menos un tipo de pensamiento. Casi todas las definiciones de inteligencia, en cambio, tienen fuertes connotaciones biológicas. Excepto si consideramos entendemos que existe otro tipo de inteligencia. Podemos entender que la educación es la inteligencia colectiva. No es un problema de cantidad de neuronas sino de las conexiones convenientes que seamos capaces de construir entre los individuos de una sociedad y entre las sociedades todas.
En el mundo de la creación intelectual -artística, tecnológica, filosófica y científica-, la inteligencia puede ser el elemento que hace la mayor diferencia entre los individuos. Pero en la sociedad en general como en las sociedades académicas no es la inteligencia sino la educación la que establece la mayor diferencia entre individuos, grupos y sociedades.
Nadie asumiría que en un país subdesarrollado nacen menos personas inteligentes que en un país desarrollado. Se puede argumentar que las hambrunas o la falta de alimentación adecuada marcan un declive en la inteligencia de sus individuos. Pero la permanente migración de universitarios de los países pobres a los países ricos demuestra que el problema es sobre todo estructural. En su gran mayoría, la migración de intelectuales a las universidades europeas y norteamericanas no procede de las clases altas de los países pobres. Los ricos no emigran, sólo están de paso en aquellos países donde su poder es mínimo o es desconocido. Este fenómeno antiguo comenzará a desacelerarse con la progresiva igualación de los poderes regionales, creo que más rápido de lo que piensan en los países desarrollados y más lento de lo que piensan en los países “en desarrollo”. La fuerza de los capitales concentrados en pocas manos irá cediendo ante el creciente ejercicio intelectual y muscular de las grandes colectividades postnacionales.
Dentro de ese marco general, la educación es una especialidad de la cultura: su función es el desarrollo humano en una determinada área que incluye la seguridad física y psicológica, el desarrollo económico, el desarrollo de la experiencia existencial a través del arte, el desarrollo de las herramientas de poder sobre el mundo material a través de las ciencias y el desarrollo o la conservación de los intereses de un grupo social dominante a través de su propia ideología (o cultura hegemónica, en términos de Antonio Gramsci). Por lo tanto, la educación no es algo que se recibe y desarrolla fatalmente como la cultura, sino algo que se puede programar y cambiar según un objetivo más conciente. Este objetivo puede ser el dominio de un grupo por el otro, la instauración de una determinada ideología, o puede servir para liberar un grupo determinado o, desde un punto humanístico, para liberar al conjunto de las sociedades según un posible proyecto común que incluye valores fundamentales como la igualdad y la libertad.
Ahora, este proyecto -teórico aún, si se quiere- no puede reducirse al viejo modelo bélico del triunfo de una cultura sobre las demás sino a una síntesis, a una cultura nueva que supere las taras de nuestra cultura y de las culturas ajenas. Y aquí debemos incluir en “cultura” la dimensión político-económica de los intereses sectarios, ya que en definitiva son posibles gracias a la moral del esclavo. La dicotomía opresor/oprimido, colonizador/colonizado no es una antigüedad de la década del ’60, desde el momento en que no ha sido resuelta ni superada. Pretender que estas dicotomías ya no existen es una forma de legitimizar una práctica cerrando los ojos y prestando oídos a un discurso único. Por otro lado, llevar esta dicotomía a todas las áreas de la cultura puede resultar en una simplificación: establecer una lucha, una guerra como único recurso donde bien puede haber una colaboración. La guerra ciega ha sido siempre el recurso único de opresores y oprimidos. Al dividir el Cosmos en estas dos categorías, resulta más difícil localizar, concretamente, al opresor y al oprimido; tanto como difícil resulta advertir que en cada uno de nosotros hay un opresor y un oprimido y que es la progresiva educación y una conciencia más global la que podrá liberarnos de ese conflicto que sólo vemos afuera pero que contribuimos a consolidar.
Pongamos un breve ejemplo desde nuestra cultura. Muchas veces desde el contexto latinoamericano, según el modelo aristocrático de Ariel (1900), acusamos de todo el mal a la cultura materialista de Estados Unidos. La idea común ha sido siempre que “los americanos no tienen sentido de la cultura”. No obstante, por una razón de colonización o por una razón de “cultura”, hasta los más radicales opositores a la cultura hegemónica cultivan la música y el baile dominante de los géneros nacidos en Estados Unidos en el siglo XX, la literatura más elitista o la más popular, el cine -el artístico y el comercial- o reproducen, sin saberlo, teorías básicas del postcolonialismo, en gran parte desarrolladas en los países colonizadores. Por otra parte, la gran mayoría de los inventos técnicos que definen nuestra realidad mundial, para bien o para mal, han sido producidos o desarrollados en estas “culturas sin cultura”. Desde Benjamín Franklin y Tomás Edison hasta los más recientes desarrollos que han impactado no sólo en la cultura ilustrada sino en la cultura popular, en las nuevas formas de producción: los nuevos sistemas de la cultura digital, desde Windows, las formas de expansión de la cultura tradicional como Amazon.com o los libros digitales hasta Wikipedia, la única novedad cultural en materia de enciclopedias desde el siglo XVIII. Nos guste o nos fastidie, no podemos negar esta realidad.
Esta no es necesariamente una observación optimista, si consideramos que la humanidad aún se encuentra ante estas novedades como los cavernícolas ante un fuego que no dominaban del todo o un niño ante un juguete nuevo. Pero si realmente estamos en un estadio infantil, bien podemos esperar una progresiva maduración que dé sentido a esa nueva Era. Queda en pié nuestra crítica a lo que consideramos la estrechez de los intereses de la clase media estadounidense, como lo es el monotemático interés de producir capitales y bienes materiales y su escasa conciencia política y global. El desinterés por la política es propio de los grupos (políticamente) dominantes.
Por el otro lado, en nuestra América Latina, han pululado dos opciones que tampoco la benefician: una, la de aquellos que sólo ven fracasos en nuestras culturas, porque lo miden según los parámetros culturales norteamericanos o europeos. Invariablemente la tesis de estos se reduce a calificar las deficiencias mentales de un continente o de su elite intelectual con el cómodo látigo de “idiota”. Del otro lado, están aquellos que se definen según la oposición al imperio de turno. Aunque tengan sobradas razones históricas para denunciar esta realidad, el problema radica en que no hemos sido capaces de ir más allá de este límite de crítica que muchas veces ha resultado un saco de fuerza. En lugar de poner manos en obra sobre nuestras propias realidades, atendiendo a las realidades del mundo que nos rodea, para bien y para mal, muchas veces nos hemos detenido en la autocompasión. En el medio del infierno hemos proyectado el paraíso, desatendiendo a quienes sugerían modestas salidas, menos heroicas pero más probables.
Entre el esclavo y el amo, elegimos defender al esclavo. Pero nunca vamos a elogiar su moral de esclavo. Mucho menos vamos a aplaudir su autocompasión. Tal vez es en este punto donde comienza a crearse una verdadera educación de la liberación, la maduración de una inteligencia colectiva que no ignore el mundo que la rodea pero que no se quede atrapada en la mera reacción y pase de una vez a la acción, a la creación. Claro que esto último siempre es más difícil. Pero no hay otra forma de romper las antiguas cadenas.
Jorge Majfud
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