Una mala palabra
Espiritualidad, decididamente es una palabra desafortunada. Tenemos que comenzar abordando el problema de frente. Porque, ante este mismo número de la revista Éxodo, muchos lectores experimentarán su primera dificultad precisamente con esa palabra, ya en el título. Para ellos «espiritualidad» significa algo alejado de la vida real, misterioso, clerical, eclesiástico, inútil, y hasta quizá odioso. Se trata de personas que, legítimamente, huyen de viejos y nuevos espiritualismos, de abstracciones irreales, de malos recuerdos oscurantistas, y que no quieren tropezar dos veces en la misma piedra, ni perder el tiempo. Y razón no les falta, porque incluso la palabra misma evoca, por su propia etimología, contenidos de infausto recuerdo. Espiritualidad, en efecto, deriva de espíritu. Y el espíritu es, clásicamente, lo opuesto al cuerpo, a la carne y a la materia. Las heridas causadas por los viejos dualismos cuerpo/espíritu, carne/espíritu y materia/espíritu, están todavía recientes, sin cicatrizar. En la mentalidad tradicional, activada automáticamente por la propia palabra, espiritual es lo que se aleja del cuerpo, de la carne, de la materia... Tanto más «espiritual» se es, cuanto más se prescinde del cuerpo, cuanto menos se vive «en la carne», cuanto menos contacto se tiene con la materia. No es eso lo que hoy pensamos, pero es lo que lleva la propia palabra tanto en su propia naturaleza etimológica como en su historia, y épocas ha habido en las que la espiritualidad al uso ha hecho gala de fidelidad a esa anticorporalidad y antimaterialidad.
Hoy se sigue utilizando la palabra porque, a pesar de todo, está consagrada, y porque una vez hecha la advertencia de que no se quiere dar cabida en ella a esos componentes que su etimología alude, tiene sentido designar como «espiritualidad» a esa dimensión profunda del ser humano, que, en medio incluso de la corporalidad y la materialidad, transciende las dimensiones más superficiales y constituye el corazón de una vida humana con sentido, con pasión, con veneración de la realidad y de la Realidad: con Espíritu.
Distinción necesaria frente a la religión
Además de distanciarnos del concepto clásico de espiritualidad, debemos tomar distancia también de un concepto muy vecino, el de «religión». Antiguamente, la espiritualidad se consideraba encerrada en el campo de la religión. Las iglesias y la teología nunca consideraron que fuera de ellas hubiera espiritualidad. Los «santos paganos», los valores éticos de un Séneca o de los sabios y maestros espirituales fuera del cristianismo, no podían alcanzar a tener más que lo que se podría llamar «virtudes naturales», no realmente «espiritualidad». Hoy, este monopolio religioso de la espiritualidad ya no es defendido ni por la teología. Más aún, el concepto que hoy tenemos de la religión la diferencia cada vez más de la espiritualidad. Esta puede darse más allá de la religión, y la religión, a su vez, puede ser vivida sin espiritualidad. Desde una perspectiva antropológico-cultural, la «religión» es más bien una forma concreta que la espiritualidad de siempre del ser humano ha revestido en los últimos 5.000 años, en el neolítico, porque las religiones, contra lo que ellas piensan, no son «de siempre». Las religiones, lo que ahora conocemos por tal, como las conocidas grandes religiones mundiales, son realidades relativamente recientes. La humanidad ha vivido muchas decenas de miles de años más sin religiones, que con religiones. Históricamente hablando, las religiones son «de ayer».
Con la revolución agraria el ser humano abandona la forma de vida nómada de las tribus y las hordas y se sedentariza, construyendo las primeras formas sociales urbanas, y es en ese momento de construcción de la sociedad agraria cuando surgen las religiones. La espiritualidad de siempre del ser humano adquiere entonces la conocida forma de las «religiones» modernas, que asumen una función programadora central en el control de la sociedad y en la socialización del ser humano. La religión viene a ser como el software de programación de los miembros de la sociedad: ella les da la cosmovisión más amplia, su identidad, la conciencia de pertenencia, los grandes relatos que organizan el bien y el mal frente a un posible caos ético, y sobre todo la internalización de la autoridad y de la obediencia como los resortes de poder imprescindibles para manejar y hacer viable una sociedad.
Ante esta situación se hace imperioso restablecer conceptualmente una clara distinción entre las religiones y la espiritualidad. No son lo mismo. La espiritualidad es mucho más amplia que la religión. La espiritualidad no es, como se ha pensado tradicionalmente, un subproducto de la religión, una cualidad que la religión produciría en sus adeptos; por el contrario, es la religión la que es simplemente una forma de las muchas en las que se puede expresar esa realidad omniabarcante y máximamente profunda que es la espiritualidad, que se da en todo ser humano, antes y más abajo de su adhesión a una religión.
David Hay afirma que «dos de cada tres adultos tienen una espiritual personal, mientras que menos de uno de cada diez se preocupa de ir a la Iglesia regularmente». Lo que está en crisis en la actualidad no es lo espiritual, sino, simplemente, algunas formas de lo religioso, concretamente las religiones institucionales tradicionales.
Más importante para la humanidad que la religión es y ha sido siempre la espiritualidad, una dimensión que ha brotado en el creciente cúmulo de conocimientos y experiencias culturales, antropológicas y religiosas adquiridas por nuestra especie a lo largo de su larga y trabajada historia.
La crisis de la religión
«La crisis de la religión en los países occidentales de tradición cristiana, especialmente en Europa, es un hecho unánimemente reconocido. A esta situación objetiva corresponde un evidente malestar en los sujetos que intentan seguir viviendo religiosamente en el actual momento sociocultural».
Las religiones, y concretamente el cristianismo, están en crisis, en una grave crisis que hunde sus raíces en un proceso que ya cuenta varios siglos. Hoy, simplemente, la crisis se hace más ostensible que nunca.
No sólo sus instituciones están en crisis: también los sujetos que tratan de vivir esa fe con la mejor buena voluntad sienten el malestar, una sensación de que algo muy profundo no marcha. Juan Bautista Metz ha hablado de la «crisis de Dios» (Gotteskrise), para indicar que la crisis afecta a la raíz misma de la religiosidad. Martín Buber habla del «eclipse de Dios». Küng la considera «crisis epocal». No es pues un punto aislado, algún elemento suelto o alguna dimensión concreta, lo que está en crisis; es el conjunto, la estructura y el ambiente lo que ha entrado en esta crisis inédita .
Un primer rasgo de la crisis puede ser conceptualmente aislado en lo que llamamos el proceso de «secularización», que atañe a la pérdida de vigencia y relevancia del factor religioso en la sociedad y en la cultura. La religión, que estuvo en la cima de la escala de valores sociales aceptados, ha venido siendo sustituida gradualmente por la ciencia, por otra racionalidad. El espacio social para la religión se estrecha de forma que queda actualmente reducido al ámbito del culto y de las agrupaciones religiosas específicas. La religión queda condicionada a la opción personal de los individuos y recluida al campo de la conciencia, con la consiguiente reducción de su influjo en todas las esferas sociales.
Pero no es sólo en lo social donde se da esta crisis por efecto de la secularización, sino que la crisis se ha instalado dentro mismo de la institución. En efecto, una porción creciente de sus propios adherentes se distancian de la ortodoxia oficialmente vigente en la iglesia a la que pertenecen, así como de las prácticas religiosas consideradas oficiales. Por otra parte, la moral oficial de las instituciones religiosas no sólo no es practicada por sus miembros, sino que tampoco es aceptada por ellos como criterio. Son mayoría cada vez mayor quienes aunque dicen creer no creen pertenecer o dejarse reglamentar por dicha religión. Se está produciendo un proceso creciente de «desregulación institucional del creer», por el que «la imposición del sistema de normas éticas está siendo sustituido por una regulación individual de dicho sistema con elementos tomados de distintas tradiciones religiosas, dando así lugar a una 'religión a la carta'».
Se da además la presencia de dos fenómenos contrarios. Por una parte la increencia, fenómeno relativamente moderno pero creciente en la historia; se suele denominar como increencia poscristiana, queriendo expresar que el Dios rechazado es precisamente el Dios de los cristianos. Por otra parte, el fenómeno muy vivo del surgimiento de los llamados «nuevos movimientos religiosos», sumamente variados y florecientes. Se juntan pues la aparente languidez y hasta desaparición de la religiosidad y la práctica de una «religiosidad salvaje» e incontenible.
Como se ve, la crisis es compleja, y esos datos contradictorios hacen posibles los diagnósticos más dispares: mientras para algunos la religión está desapareciendo y el ser humano está cayendo en el ateísmo y el nihilismo, para otros estamos en un «retorno de lo sagrado», en un momento de indudable efervescencia religiosa. En estas circunstancias tiene mucha importancia el «lugar desde el que» se observa la realidad. Las instituciones religiosas oficiales no están, ciertamente, en la posición que proporciona la mejor perspectiva; tal vez por eso sus diagnósticos son sistemáticamente negativos y hasta agresivos.
Diagnóstico
Los estudiosos de la religión desde sus diversos aspectos (antropólogos, sociólogos, teólogos, etc.) parecen ir acercándose en los últimos tiempos a un juicio más comúnmente aceptado, que podríamos sintetizar en los siguientes puntos:
–La crisis no se da genéricamente con lo religioso -en el sentido amplio de dimensión religiosa del ser humano-, sino específicamente con las religiones. El papel de las religiones en la sociedad moderna y su aceptación en la sociedad avanzada es lo que realmente está en crisis.
–No se trata, en absoluto, de la desaparición de la religiosidad profunda, como precipitadamente vaticinaron algunos hace tiempo; la espiritualidad del ser humano, de una forma u otra, va a permanecer.
–Se trata de una crisis muy fuerte para las religiones tradicionales históricas que hace tiempo se encuentran desorientadas, han perdido en buena parte el contacto con la realidad, no aciertan a comunicarse adecuadamente con la conciencia moderna de sus adherentes, y están en situación de permanente quiebra y deterioro, sin que se pueda prever cuál va a ser el resultado de su crisis.
–Se registra una formidable emergencia de nuevas formas religiosas que evidencian que la potencia espiritual de la humanidad sigue vigente y en buena forma, potencia que, ante la incapacidad de las formas tradicionales religiosas tal vez superadas, puja por expresarse con creatividad en respuesta todavía desreglamentada al hambre espiritual de esa humanidad que incluso puede decirse simultáneamente atea o increyente.
–En definitiva: las religiones están en crisis, pero la espiritualidad parece gozar de buena salud, al menos de una gran vitalidad.
¿Fin de las religiones?
Hay algunos autores que están lanzando -sobre todo desde el campo de la antropología cultural y de la fenomenología de las religiones- una hipótesis arriesgada: las religiones (las de estos 4500 últimos años, las que hemos llamado «religiones universales») serían sólo una forma concreta que ha revestido en este período histórico la espiritualidad permanente del ser humano.
Antes de esos 4500 años no había «religiones», sino que el ser humano vivía un tipo de religiosidad o espiritualidad muy diferente. Durante todo el Paleolítico no ha habido religiones (lo que hoy conocemos con este nombre), sino sólo religión o espiritualidad. Las «religiones» han aparecido concretamente en el período posterior al comienzo de la revolución agraria, y han sido una forma religiosa esencial a las formaciones sociales agrarias, desde entonces.
Para Mariano Corbí, la clave para entender la crisis actual de las religiones en el Primer Mundo no es la quiebra moral de la sociedad moderna, ni el materialismo de las sociedades del bienestar, ni la simple autonomía de las realidades terrestres (secularización). La clave está en que las religiones aparecieron en una época determinada de la historia, en una formación social concreta, la sociedad agraria, y en ella ejercieron funciones de control social, de programación colectiva, de cohesión, de refuerzo ideológico autoritario... hasta constituirse en piezas esenciales de ese tipo de sociedad agrario. La religiosidad o espiritualidad del ser humano se había expresado en el Paleolítico de una determinada manera, y en la época agraria se dio una transformación radical: la misma religiosidad o espiritualidad fundamental -la que acompaña al ser humano por su propia naturaleza-adoptó una forma enteramente nueva, en simbiosis profunda con el tipo de sociedad agraria: la religiosidad de creencias.
Otra hipótesis, convergente, gira en torno al «tiempo axial» que se produjo en el primer milenio antes de Cristo. Es un período de unos 6 siglos en el que se formó la conciencia religiosa moderna. Ese tiempo puede considerarse «eje» porque en él se fraguó lo que la humanidad ha llegado después a ser. Todavía hoy la humanidad vive de las consecuencias de aquel privilegiado momento acelerado de humanización. La religiosidad preaxial -durante varias decenas de miles de años- era una religiosidad tribal, de clan, en la que el sujeto no tenía individuación religiosa ante la divinidad, sometiéndose simplemente al movimiento comunitario para aplacar a los dioses o conseguir protección ante los desastres naturales. En la religiosidad «postaxial» el ser humano cobra su identidad individual total e intransferible: él es el que se define ante Dios, el que tiene que «salvarse» personalmente, sin disolverse en el clan o la tribu, ni siquiera en la comunidad.
Las dos hipótesis se complementan y nos desafían: ¿será que la actual crisis de la religión -de la que hemos hablado más arriba- se estará debiendo a que en el fondo de la transformación de la historia actual se estaría produciendo «un nuevo tiempo axial»? Es creciente el número de autores que se pronuncian a favor de esta posibilidad: estamos en un tiempo axial, en el que van a quedar superadas las religiones de la época agraria, y aparecerá tal vez una religiosidad «deuteroaxial», más allá de las religiones (agrarias) que hemos conocido hasta ahora, es decir, tal vez una «espiritualidad sin religión», sin que hoy sepamos qué contenido concreto corresponderá a ese nuevo tipo de espiritualidad. Será el futuro quien nos irá descubriendo hacia qué tipo de espiritualidad nos estamos dirigiendo como colectivo humano hoy ya inevitablemente mundializado. Corbí lo dice gráficamente en los títulos de sus libros: será una «Religión sin religión», «Más allá de las formas religiosas» (actuales).
Esperanza lúcida «ars moriendi»
Así como la crisis de la cristiandad no era la crisis del cristianismo, sino sólo la crisis de una de sus formas, igualmente, la crisis de las religiones es sólo crisis de las religiones, no de la espiritualidad. No se hunde el mundo; simplemente cambia. Puede ser una crisis de crecimiento. Hay lugar para la esperanza y el optimismo.
Optimismo y esperanza que no son ingenuos, sino que incluyen y aceptan, lúcidamente, la posibilidad de la muerte. La crisis actual de la religión avanzada no es una crisis superficial, ni pasajera. Tal vez es terminal. Y ante una situación en la que nos confrontamos con la posibilidad de una situación terminal, un gran acto de esperanza es aceptar la gravedad de la situación y prepararse para «saber morir», o sea, para morir con sentido, sin amargura, aceptando la inevitabilidad de la muerte, comprendiendo su secreto sentido fecundo. Morir dando vida, o sea, convertir la propia muerte en ocasión para ayudar a que germinen nuevas formas de vida. Morir «dando a luz», en definitiva.
Ars moríendi, arte de morir, nueva asignatura para muchos viejos practicantes de las religiones, que nunca se habían confrontados con esta posibilidad, confiados como estaban en la «indefectibilidad» de su religión «hasta el fin de los siglos». ¿Y si esa indefectibilidad, esas promesas de supervivencia asegurada hasta el final de los siglos, como las infalibilidades, las exclusividades salvíficas, las superioridades absolutas o las unicidades, resultara ser otro espejismo, un efecto óptico epistemológico, o un simple «sueño dogmático religioso» del que debiéramos despertar sin sobresalto?
Hay muchas cosas en las religiones que están muriendo, que van a morir inevitablemente; más: que es bueno que mueran, que cedan el puesto y el paso a nuevas iniciativas de vida. Es ley de vida, y de muerte, su sombra indespegable. En la calidad de su muerte -su ars moríendi- van a revelar finalmente la calidad de lo que era su vida.
Si las religiones mueren por habérseles pasado su tiempo -su kairós- podrán no obstante dejar a la humanidad en legado lo mejor de sí mismas: la espiritualidad que vehicularon y que con frecuencia sofocaron. Nada grave habrá pasado. La espiritualidad, libre ya de la tutela y de la represión que las religiones han ejercido sobre ella, podrá volar libre y plenamente (y «caóticamente») creativa.
Espiritualidad laica
En todo caso, qué vaya a pasar en un futuro con las religiones cuando, más pronto que tarde, la sociedad mundializada se convierta mayoritariamente en lo que se suele llamar «sociedad del conocimiento», no es una hipótesis teológica o mítica, sino simplemente una posibilidad histórica, nada inverosímil hoy por hoy. Esta posibilidad, oteada hoy en el horizonte por primera vez, nunca antes contemplada en el horizonte teológico, es un desafío adicional para la teología, que se ve una vez más urgida a replantear los conceptos mismos de religión y de espiritualidad: ¿es la religión sólo una «forma» de la espiritualidad (coyuntural, pasajera, contingente, ligada a una época de la humanidad, a unas posibilidades epistemológicas y sociales determinadas)? ¿Qué y cómo será la espiritualidad cuando no haya religión, cómo será la espiritualidad pos-religiosa? ¿Hasta qué punto la espiritualidad del futuro, y la espiritualidad verdadera, tiene que ser ya, incluso hoy día, una espiritualidad laica?
En primer lugar están pues los motivos netamente histórico-socio-religiosos: parece que vamos hacia esa situación, es una posibilidad sociológica real, aunque vaya contra los axiomas teológicos o los dogmas sobre la indefectibilidad de la Iglesia.
En segundo lugar, la situación concreta de la religión en Occidente está forzando esta posibilidad. La brecha entre las religiones y la modernidad, tras un período de bonanza a mediados del siglo pasado, continúa firme e insalvable, con la novedad de que esta vez la feligresía toma la iniciativa del exilio voluntario. Aunque la inmensa mayoría de los tales autoexiliados lo hayan hecho en silencio y por la puerta de atrás, sin querer plantear polémica con una institución en cuya posibilidad de diálogo no creen en absoluto, la defección masiva, millonaria, no tiene nada de silenciosa, sino de gravemente clamorosa. Se puede hablar de una verdadera «implosión», aunque, como todos los grandes fenómenos históricos, se realice aparentemente a cámara lenta. Es bien razonable pensar que los voluntariamente exiliados se han marchado no por falta de espíritu, de espiritualidad, sino precisamente por lo contrario: por insatisfacción insoportable con el espíritu que respiraban dentro de la institución religiosa, lo que les ha llevado a buscar otra realización espiritual de su existencia, ahora en propuestas espirituales libres, laicas, fuera de los ámbitos religiosos institucionales.
Pero en tercer lugar, el futuro de la espiritualidad se acerca cada vez más a lo que podemos llamar «espiritualidad laica» por una razón más intrínseca y nada coyuntural. Por algo que podríamos llamar también «la vuelta a las fuentes», que no es otra cosa que recolocar la espiritualidad en su lugar natural: la profundidad existencial de la persona humana. La espiritualidad (¡ay cómo nos sigue chirriando la palabra, por su etimología y su historia!) no es una dimensión «religiosa», sobreañadida al ser humano. No es algo que tenga que ver esencialmente con el mundo de las religiones. Es una dimensión «natural» del mismo ser humano, elemento integral de su plena realización. El «espíritu» (mejor el sustantivo concreto que el abstracto) del ser humano es la misma «dimensión de profundidad», como decía Paúl Tillich. No es nada contrapuesto al cuerpo ni a la materia, ni a la vida corporal, sino lo que los inhabita y les da fuerza, vida, sentido, pasión. La realización plena del ser humano, su apertura a la naturaleza, a la sociedad, a la contemplación del misterio... su realización espiritual, en una palabra, es una realidad plenamente humana y plenamente natural, y absolutamente ligada a todo ser humano. No hace falta ser «religioso» para atender a la propia realización espiritual, ni hace falta pertenecer a una determinada religión. Basta ser un ser humano íntegro y reivindicar la plenitud de las propias posibilidades humanas. La espiritualidad es pues una cuestión netamente laica.
En este sentido la espiritualidad es un elemento constitutivo de la persona humana, de toda persona humana, y no es un departamento religioso confesional (aunque podrá vivirse en él) ni un segundo piso metafísico-sobrenatural (aunque esa categorización concreta ha servido a muchos, durante siglos, para dar forma a su compreensión de la espiritualidad). La espiritualidad está tan identificada con el mismo ser profundo de la persona, que espiritualidad viene a ser la calidad humana. Y cultivar la espiritualidad será lo mismo que cultivar la calidad humana. María Corbí llega a formular el núcleo de todo método de cultivo de la espiritualidad como IDS: interés, desapego y silenciamiento, una formulación liberada de toda connotación «religional».
Convergencias
Con este planteamiento laico, autónomo, liberado de la tutela de las religiones, convergen hoy movimientos espirituales provenientes de los más variados frentes.
La ciencia moderna, concretamente las ciencias físicas, y muy específicamente la física cuántica, ha puesto sobre la mesa la posibilidad de un nuevo acceso a lo religioso desde la ciencia misma. La iniciativa es laica, y es tan autónoma e independiente que las religiones de hecho no han tenido todavía capacidad para acogerla ni discernirla. Se han escrito multitud de estudios poniendo en diálogo la percepción que los físicos cuánticos tienen de la realidad subatómica y la el lenguaje mismo que los místicos elaboran sobre su percepción del misterio. Y no es el mundo religioso el que ha liderado la incursión en este campo novedoso, sino el mismo mundo científico.
La microbiología del cerebro ha dado un salto revolucionario en los últimos años. Así como hace bien poco Colleman lanzó la propuesta de un nuevo tipo de inteligencia, la «inteligencia emocional», frente al hasta entonces único tipo de inteligencia, el medido por el C.I. o cociente intelectual, recientemente, científicos como Danha Zohar han lanzado la tesis de la «inteligencia espiritual», una dimensión psicológica y también biológica, con base cerebral, que evidencia la capacidad del ser humano para las vivencias del sentido y de la experiencia religiosa, que tiene su localización cerebral concreta en lo que estos científicos han llamado «el punto Dios». La espiritualidad ha dejado de ser un misterio «sobrenatural», impropio de la ciencia o de la razón humana, excluido de los planteamientos «de la simple razón». La espiritualidad se muestra más bien -incluso neurobiológicamente- como una capacidad concreta de todo ser humano, que, si no es llevada a realización, redundará inevitablemente en un ser humano incompleto, atrofiado o amputado en esta su dimensión espiritual.
Un mundo al revés
La liberación de la espiritualidad frente a la tutela religiosa se está dando ya. De hecho, parece claro que en Occidente, las iglesias cristianas hace tiempo que tienen vacío el armario de las propuestas espirituales. El cristianismo occidental hace mucho tiempo que dejó de ser mistagógico (iniciador al misterio, a la experiencia religiosa), y parece incapaz no sólo de avanzar hacia el futuro, sino al menos de actualizarse y de dialogar con los contemporáneos. La creatividad en la espiritualidad emigró hace tiempo de las religiones y de las iglesias, y se manifiesta en los lugares más inesperados y periféricos. Los grandes buscadores de espiritualidad andan huérfanos -aunque afortunadamente libres- buscando, sin ningún apoyo de los profesionales «oficiales» de las iglesias y de las religiones; al contrario: son incomprendidos, menospreciados y hasta condenados por la oficialidad.
En este sentido el mundo religioso parece un mundo al revés: los profesionales de la religión andan anquilosados, a cuestas con una institución declarada en quiebra permanente, mientras el Espíritu tiene que soplar no donde quiere, sino donde puede. Si alguien quiere hacer un estudio o una experiencia sobre las grandes líneas nuevas de espiritualidad en la humanidad actual, es obvio que no debe ir a los institutos teológicos dedicados a la espiritualidad que sólo le harán volver su mirada hacia el pasado, y le alejarán de los experimentos vivos de frontera, de la salvación, o una forma de escribir recto con líneas torcidas? ¿Será que algo tiene que morir para que realmente pueda nacer algo nuevo?
¿Habremos de entender esta situación necesariamente como algo negativo, degenerativo, apocalíptico, o es posible leerlo positivamente? Deberíamos intentarlo.
Lo más urgente es cambiar la espiritualidad
Recientemente Andrés Pérez Baltodano escribió un artículo que titulaba: «Lo más urgente en Nicaragua es cambiar la imagen de Dios». Bajo este llamativo título argumentaba muy convincentemente que la imagen de Dios providencialista, fatalista, tapaagujeros, castigador y todopoderoso, era sin duda, a lo largo de la trabajada historia de Nicaragua, el factor que más energías de transformación social había desmovilizado, el factor que más había justificado la pasividad y la fatalidad de los pobres, así como el desentendimiento de los ricos frente a la pobreza nacional. El artículo formaba parte de un grueso libro en el que el autor repasaba la entera historia del país comprobando esta realidad.
Como Pérez Baltodano con la imagen de Dios, debemos hacer todos con la espiritualidad. En el mundo actual -tendríamos que decir- no hay nada tan urgente como cambiar la espiritualidad, o sea, la imagen vivida de Dios, la Utopía (la imagen del mundo posible). Frente a los tiempos en los que se despreciaba la eficacia social de lo religioso, reivindiquemos su valor transformador. Para que se logre el otro mundo posible no hay nada tan urgente como cambiar la espiritualidad de la humanidad. El presente número de Éxodo se concentra sobre cuatro grandes focos de cambio espiritual que pueden redundar, sin duda, en un cambio radical del mundo. •
Jose Maria Vigil- teologo
EXODO nº 88 – abril 2007