jueves, 24 de julio de 2008

Tierra de nadie

Pepcastelló

Perdí al Dios de mi infancia, mi Dios materno, de un modo parecido a como perdí Los Reyes Magos: atando cabos, viendo que algo no cuadra, abriendo los ojos, despertando... Más o menos como cualquier hijo de madre cristiana que al crecer abandonó una idea de Dios tan contraria a la evidencia y a la conducta de quienes la predicaban. Y del mismo modo que tras quedarme sin los míticos magos me quedé sin el gozo que esa ilusión me daba, con la pérdida de Dios perdí también el consuelo de orar y a la vez el de sentirme parte de ese pueblo que se llama a sí mismo escogido y cristiano.

Perder los Reyes Magos no es una gran pérdida. La leve desconfianza hacia los padres y mayores que el descubrimiento de esa pequeña mentira conlleva no es un trauma sino un suave zarandeo que nos ayuda a rechazar inocencias insostenibles y nos lleva a madurar. Pero perder al Dios materno puede ser ya algo más grave, sobretodo para quien ha llevado en su niñez y juventud una vida interior profundamente religiosa. Porque el Dios materno será lo que será según opinen unas u otras mentes más o menos creyentes y eruditas, pero para quien cree es una referencia básica, un refugio emocional en todos los momentos de la vida, especialmente en los áridos. Y su pérdida puede ser, desde este punto de vista, mucho más dura que la perdida del padre o de la madre.

Tal vez por este motivo, por el recuerdo de esa pérdida que tan dolorosa pudo habernos resultado, muchas de las personas que habíamos hecho el paso de creyentes a no creyentes decidimos no educar a nuestros hijos religiosamente. Tratamos, eso sí, de transmitirles cuantos valores humanos teníamos acumulados en el alma mediante nuestro amor y nuestro propio ejemplo, pero nos encontramos sin lo más importante: la tribu. Una tribu, un entorno humano con el cual compartir nuestro modo de pensar y de sentir, con el cual construir en la mente y en la realidad esa forma de vida que queríamos darnos y darles.

Todo ser humano tiene en su realidad su dios o sus dioses, su tribu y su mundo. Todo ser humano sin excepción es fruto de cuanto ha mamado, pero también de cuanto lo nutre día a día, tanto en lo material como en lo afectivo; y esta realidad es ineludible, por más que cada cual vaya eligiendo su propio rumbo y trazando su camino en la vida. Y así, quienes abandonamos una patria espiritual que no nos acogía y nos lanzamos a la aventura en busca de una nueva nos encontramos de la noche a la mañana «sin padre ni madre ni perro que nos ladre», en una situación parecida a la de quienes tras la decepción causada por los partidos “de izquierdas” abandonaron toda ideología política y se lanzaron a vivir “sin ideario alguno”. ¡Qué gran engaño! Nadie vive sin ideario, porque aun pensando distinto en lo abstracto asumimos en lo real el que profesa nuestro entorno, pues querámoslo o no pensamos y sentimos según vivimos y lo que transmitimos a nuestros hijos es lo que vivimos.

Emigrantes de un mundo religioso que vivía con la mirada fija en lo alto del cielo, quemando incienso y cera, entonando cantos de alabanza al Dios eterno y esperando una felicidad inacabable tras la muerte, fuimos a parar a otro que negaba a ese dios mientras que sin saberlo rendía culto a ídolos sanguinarios con sus actos, con su forma de vida, con sus afanes de aquí y ahora. Tenían en común ambos, el mundo religioso y el profano, su forma de vivir individualista regida por la siguiente regla de oro: primero yo, después yo y siempre yo; ayudar si se puede y si conviene; caridad sí o no según nos venga en gana o nos convenga. Para las gentes creyentes el Reino de Dios no es de este mundo; la justicia divina compensará, en el más allá, de la injusticia humana a los desheredados; los ricos se salvarán por la caridad y los pobres por la resignación. Para las no creyentes el más allá no cuenta, luego no necesitan este discurso “justiciero” para tranquilizar su conciencia. Y para creyentes y no creyentes, a cada cual lo suyo según las leyes. Discernir qué es lo suyo y cuestionar las leyes queda fuera de juego para ambos.

Ese fue el mundo que encontramos y, salvando honrosas excepciones que siempre las hay en todo colectivo humano, esta es la realidad actual si bien se mira.

Desde esta perspectiva que acabamos de ver resulta fácil entender que quienes no profesamos creencias religiosas pero sentimos viva la necesidad de poner en el primer plano de nuestra vida la dimensión espiritual de la persona nos hallamos en una incómoda situación de “tierra de nadie”, fuera de toda demarcación creyente y no creyente. Tal vez no sea así en un marco territorial amplio; tal vez no lo sea a través de internet, un medio frecuentado por gentes muy diversas; pero sí que lo es en nuestro entorno real, en un área extensa de muy amplio perímetro.

Claro que para no confundirnos hay que poner en claro qué se entiende aquí por «dimensión espiritual de la persona». Pues bien, entendemos por ello esa determinada configuración de la mente que nos hace sentirnos parte del cosmos y miembros de la gran familia humana, que nos lleva a sentir y pensar de forma solidaria, respetuosa y compasiva, y a vivir y obrar en consecuencia. Un modo de sentir y de pensar al cual puede llegarse sin duda por mil rutas distintas, por mil caminos religiosos y humanos, pero siempre por sendas de verdad, de compasión, de respeto y de equitativa justicia. Nunca a través de engaños, imposiciones y mentiras ni de formas de vida egoístas adobadas o no con creencias excluyentes y soberbias.

¡Qué lejos están de estas sendas las religiones que conozco! Tan lejos como lo está el modo de vivir de esta «civilización occidental cristiana» centrada en el bienestar material, en el bien propio, en la propia complacencia, en la ignorancia expresa del sufrimiento ajeno que nuestro bienestar conlleva. ¡Qué importa si profesamos o no consensuadas ideologías y creencias! ¡Qué importa si avanzamos o no por la vida en muchedumbre lanzando proclamas y enarbolando victoriosos estandartes! ¡Qué importa si adoramos o no con ritos y plegarias a un ser supremo, justiciero y eterno! Lo que importa, a mi ver, es si somos conscientes del fuego que atizamos creyentes y no creyentes en este infierno que estamos creando aquí en la tierra con el modo como estamos viviendo.

Pepcastelló

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