I
(APe).- La noticia dice: “Misiones: Repatrían a una adolescente que ejercía la prostitución en Brasil”. La palabra “repatriar” me lleva a pensar en restos. Aunque también se aplique a las personas, no sé por qué, creo que lo que vuelve siempre es mucho menos que lo que se fue.
En el titular menciona también que la chica “ejercía la prostitución” como si se tratara de una profesión estudiada y elegida. Como si fuera una arquitecta que se fue a instalar su estudio a Puerto Madero.
Después nos enteramos que la que se fue y volvió es una nena de quince años que a los doce había entrado a Brasil, en canoa, por un paso no habilitado. No nos dicen quiénes, cómo ni por qué se la llevaron.
Pasaron tres años, es decir tres siglos.
Tenía once hermanos. La familia no denunció su desaparición. Al menos ésa es la versión oficial, y así parece que la hubiesen dejado ir con tristeza y alivio, sin saber muy bien dónde terminaba una y empezaba el otro.
Indocumentada, la detuvieron en Crissiumal, Rio Grande do Sul. Intervinieron dos jueces, un cónsul y la gendarmería para mandarla de vuelta. Ahora su familia no la recibe. No quieren o no pueden. O ya todos se han gastado tanto que ni siquiera saben reconocerse entre ellos.
No podemos permitirnos el asombro. Mordida por la vergüenza y el hambre, esa familia también somos nosotros. La hemos repatriado, decimos, pero ¿a qué patria? Sólo la hemos trasladado de un exilio a otro.
¿Y para qué?
Para obligarla a arder en la noche con esa lucecita húmeda de los quince años que muy pronto se le irá en cenizas.
II
600 chicas de
Tampoco hay datos oficiales. El Estado, impenetrable y adusto, como la frente de algunos de sus ministros, no se ocupa de ciertos temas. Celoso guardián de las libertades individuales, el poder no se mete con los gustos de sus ciudadanos de primera, aún cuando para satisfacerlos sea necesaria la esclavitud de los de segunda.
Además de la red criminal que conoce las vulnerabilidades sociales como la palma de la mano, existe otra telaraña, la de los hombres comunes, que recibe mujeres, las fagocita y las deshace con la complicidad de un silencio que se expande como la niebla por comisarías, despachos, plazas y prostíbulos.
El hombre de hoy, tal vez el de siempre, parece que siente debilidad por las prostitutas niñas. El estereotipo que demanda el “hombre argentino” (estas comillas son nuestras), dice el sociólogo Esteban De Gori, en Clarín del 4 de junio de 2008, son las “colegialas”. Colegialas sin colegio, por supuesto, sin libros ni maestras. Chicas talladas a pura falta de caricias, que en muchos casos, apenas saben dibujar su nombre.
A veces, de tarde en tarde, alguna vuelve del exilio. Nos mira y descubre con horror que ella ya no es ella, ni nosotros, nosotros.
Miguel A. Semán
agenciapelota@pelotadetrapo.org.ar