lunes, 30 de marzo de 2009

El que mata, ¿tiene que morir?

Azul Rodríguez

Decapitación, electrocución, ahorcamiento, inyección letal, fusilamiento, lapidación. El tema que se adhirió instantáneamente a la pantalla y a todos los medios en general, en los últimos días, fue la pena de muerte, lamentablemente salido de la boca de una “diva” que se vio tocada de cerca por uno de los costados de la inseguridad. Esto nos hace traer aquí el asunto, pero no ya para impugnar a esta persona por hechos delictivos en los que se vio envuelta (autos para lisiados, juegos por teléfonos en sociedad con el padre Grassi y Galimberti), y su consiguiente falta de autoridad moral, sino para profundizar el tema en sí, desde sus aspectos más filosóficos, históricos, teóricos si se quiere.

En primer lugar, estamos hablando de algo viejo (no la diva, sino el tema) que data, como Ley, de años inimaginables: siglo XVIII antes de Cristo. La estableció por aquellos tiempos el rey Hammaurabi de Babilonia, que codificó la pena de muerte para 25 diferentes crímenes. Dicho código de la antigua Mesopotamia oriental es uno de los primeros conjuntos de leyes que se han encontrado y en breves términos se refiere a la conocida frase «ojo por ojo, diente por diente»[1].

Es decir, saldar un agravio con otro del mismo tipo. Pero, ¿para qué nos serviría esto como sociedad? ¿Se resarcen así los dolores? ¿Se previenen delitos? ¿Qué dice de nuestra posibilidad de cambio el no dar lugar a un arrepentimiento ni “conversión”?


Nulo efecto disuasivo

Vayamos aclarando para empezar, como explicó el clásico del derecho, Cesare Beccaria, que la pena capital no tiene eficacia como política contra la criminalidad[2]. Por caso, estudios realizados recientemente en cárceles de México también sacan como conclusión que endurecer las penas no disminuye los delitos porque, entre otros elementos, no logra incidir previamente en los potenciales criminales.

A la vez, podemos comparar qué pasa donde rige esta pena y donde no: está el caso de Estados Unidos, donde en 2004, la media anual de asesinatos en estados donde existe, era de 5.71 por 100 mil habitantes, mientras que, en Estados libres de la pena capital, el porcentaje era tan sólo de 4.02 por 100 mil habitantes. Para 2006, por ejemplo, los datos del FBI concluyeron que, diez de doce Estados sin pena de muerte tenían índices de homicidios inferiores al promedio nacional.

Para reforzar este punto, recurriremos al propio titular de Amnistía Internacional en Argentina, Rafael Barca, quien aclara que “no hay estadísticas que demuestran que la pena de muerte haya servido para bajar el delito”[3], esto refiere a que no sucedió en ningún lugar del planeta.


Un “error” sin retorno

Si esto no es suficiente para ver la “falta de operatividad” de esta política, viéndolo como si de lo que se habla fríamente no fuera de vidas humanas, recordemos los miles de inocentes condenados a tal castigo.

Cabe señalar por ejemplo que desde 1973, 124 presos estadounidenses condenados a la pena capital pudieron sortear de ese destino porque surgieron pruebas que demostraron que eran inocentes de los delitos que se les imputaron. Hubo seis de esos casos en 2004, dos en 2005, uno en 2006 y uno hasta mayo en 2007. Algunos estuvieron a punto de ser ejecutados tras pasar muchos años condenados a muerte. Otros presos estadounidenses han sido ejecutados a pesar de existir serias dudas sobre su culpabilidad[4].

Todos estos “malentendidos” del sistema, se pueden dar por varios factores, pero en reiteradas ocasiones se deben a una representación legal inadecuada; al desempeño “incorrecto” por parte de la Policía y de la Fiscalía; a perjurio y testimonios erróneos por parte de testigos oculares; a prejuicio racial (las minorías étnicas son las que más los sufren); a testimonios poco confiables obtenidos de prisioneros que comparten la misma celda con el acusado; a supresión de pruebas atenuantes y/o mala interpretación de las mismas; o bien a presión política o de sectores de la comunidad[5].


Adivinemos quién iría primero

Hasta aquí suponemos “el error como excepción” en la aplicación de una política que es igual para todas y todos. Pero claro que no podemos relajarnos en ese placebo, ya que como lo demuestra la realidad día tras día, la política es siempre favorable a determinados intereses, así como las medidas económicas, las leyes y su aplicación. O sea que, así como es habitual encontrar las cárceles llenas de personas de escasos recursos (y llenas en su pleno sentido, con hacinamiento, torturas y tratos humillantes) no sería una extravagancia ver dirigirse la aplicación de una pena como la de muerte a los sectores de la sociedad que más molestan, que más ruido hacen al poder. Ya sea para dejar “tranquilas” a las clases favorecidas por el ordenamiento social y otras no tanto que, gracias a los medios machacosamente presentes, en la desesperación buscan “soluciones rápidas” y sin visión sistémica ni largoplacista; o bien para la eliminación política de “elementos no deseados”, empleando una terminología tan caduca como la idea.

Entonces bien, ¿qué daños saldaríamos con este “remedio” (si nos atenemos a ignorar por un momento el carácter de clase de la discusión)? Ninguno. Engendrar muerte como “justicia” siempre generará más descomposición en la sociedad, más resentimiento, ya que, no sólo el dolor no se va de la persona que sufre un hecho calificado como delito, sino que además origina nuevos sufrimientos en el núcleo social de la persona que lo causó.


Nuestro rumbo

Tampoco aporta a entendernos como sociedad, a conocer nuestro funcionamiento, a intentar cambiarlo para bien, por caso atendiendo las profundas desigualdades y carencias que sufre una buena parte de la población.

Además, si “el que mata tiene que morir”, ¿Deberían morir los legisladores que aprobando una ley de presupuesto dejan fuera de la vida digna a millones, y envían a la muerte por enfermedades curables a 20 mil argentinos por año? ¿Deberían morir los responsables de la muerte por desnutrición de 30 chicos argentinos por día, en un de los principales países productores de alimentos del mundo? ¿Deberían morir los dueños de las empresas contaminantes instaladas con aval político sin que nadie sea llamado siquiera a declarar? ¿Deberían morir entonces los que arrebatan tierras, reprimen y matan a los habitantes de los pueblos originarios? Este conjunto de crímenes provocados por funcionarios del Estado y empresarios, verdaderos mayoristas de la muerte, comportan un genocidio social innegable. Mas sus alevosías están naturalizadas y no hay diva que reclame sus cabezas.

Aún así, no es nuestra opción la pena de muerte, reclamo instalado en las conciencias por los oligopolios mediáticos. La transformación social que urge, la distribución equitativa de los bienes y de las posibilidades de desarrollo, una revolución que asesine al desamparo y a la opulencia, ese es nuestro camino. Una sociedad justa para la vida plena: ese es nuestro rumbo.


Azul Rodríguez
www.agenciawalsh.org

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