martes, 24 de marzo de 2009

Soberbia

Pepcastelló

A la memoria de Monseñor Óscar Arnulfo Romero y Galdámez, asesinado el 24 de marzo de 1980 en El Salvador.

No responder al odio que nos muestran denota sabiduría, pero ignorarlo puede ser signo de soberbia. La aversión que despertamos no debe amilanarnos ni desviarnos de nuestro recto proceder, pero sí hacernos reflexionar, porque tan digno de atención es el odio que sentimos como el que provocamos.

Pensar que los buenos somos nosotros y los malos son los otros es propio de quienes se creen en posesión de la verdad y por ese motivo no se cuestionan nada de cuanto hacen. Ignorar el parecer contrario es negar el diálogo. Éste comienza cuando quien se siente objeto de odio se pregunta honestamente: ¿qué hago yo para que me odien tanto? Pero esta pregunta cuando no es retórica no está al alcance de ningún espíritu soberbio.

Me vienen todos estos pensamientos a la cabeza cada vez que observo actitudes anticlericales y alergias antieclesiásticas en los comentarios que aparecen al pie de noticias y artículos publicados en alguna página de la red, a los cuales, dicho sea de paso, no suele darse ninguna respuesta dialogante. Ante ellas caben dos actitudes: pensar que quienes tal aversión muestran son mala gente y atacan a la Iglesia Católica por el simple gusto de hacerle daño, o pensar que ese sentimiento es la respuesta a una conducta eclesiástica que merece atención.

Aceptar los desmanes de la jerarquía como males menores me parece una actitud cómplice; acatar su autoridad y no contestarla enérgicamente cuando se lo merece, me resulta inaceptable. Decir que «la Iglesia es a la vez meretriz y madre» me parece una forma como otra cualquiera de esconder la cabeza debajo del ala. Pienso que nadie con un mínimo de vergüenza aceptaría vivir al amparo de una persona cuya conducta considerase censurable. Y no obstante ahí están todas esas gentes que al grito de «todos somos Iglesia» dan soporte a esas jerarquías eclesiásticas que no paran de cometer indignidades.

En atención a que toda conducta humana tiene su causa, no cabe sino preguntarse a qué se debe ese acerbo anticlericalismo, como también cual es la causa de esa escandalosa indignidad que muestra una buena parte de la población católica. Porque si el odio fuese inmerecido, una actitud cristiana por parte de quien lo recibe bien podría ser preguntar por la causa: «si obro mal muéstrame en qué». Claro que para plantear las cosas de este modo hay que tener la conciencia muy limpia, la mente muy serena y el corazón muy dispuesto para la concordia y la paz.

Entrar en diálogo implica siempre liberarse de prejuicios y de soberbia, algo muy difícil cuando se vive con la mente secuestrada hasta el punto de negar lo evidente. Y esta actitud es la que se da precisamente en las ideologías y en las creencias religiosas. Que unas y otras sirven para movilizar a las gentes, nadie lo duda; «la fe mueve montañas». Lamentablemente, me atrevo a decir, porque a menudo esos movimientos de masas se hacen por causas reprobables, tales como el afán de imponer las propias convicciones a quienes no las comparten; y no precisamente por altruismo.

La convivencia es diálogo, y éste sólo es posible desde la honestidad. No es ocultando defectos y errores como se establecen diálogos. No es mintiendo como se gana el respeto de la gente cabal. No es lavando el cerebro del personal adepto como se trabaja en pro del bien común. Es obrando honestamente, con veracidad y con respeto, como se consigue hacer brillar la verdad y la honestidad.

Hoy 24 de marzo se cumplen veintinueve años del asesinato de Monseñor Romero, víctima de las intrigas políticas entre el gobierno de los EEUU y la ICR regida por el papa Juan Pablo II. El objetivo era cerrarle el paso al comunismo en América Latina. ¿En beneficio de quién, esa oposición férrea y sangrienta?

Desde la libertad de pensamiento y sentimientos que proporciona la no adscripción religiosa ni política, el hereje impenitente que esto escribe ve con pesar y rabia la pasividad cómplice de un mundo católico que no alza su voz de forma contundente contra tanto desafuero eclesiástico, tanta hipocresía y tanta soberbia.

Pepcastelló

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