Nadie camina en solitario por la vida. Ningún corazón late vacío de amores y de odios, pues la sangre de todo ser humano es una mezcla de ambos. Una mezcla caliente, oxigenada y viva, que nos mueve a gozos y a tormentos. Una mezcla que transporta hasta la más remota de nuestras fibras alimentos y afectos, todo cuanto nos nutre cuerpo y alma, ese conjunto indivisible que es el ser humano.
Quienes conocen bien el alma humana saben que hay que nutrirla de continuo, que no hay que dejar que se apague la pasión que nos hace latir, porque en ese latir está la vida. Para eso están las fiestas y los juegos y el arte y la cultura entera, para llenarnos de gozo y evitar que nos invada la tristeza y nos domine el tedio y con él entren en nuestro corazón los rencores y el odio. Pero también para este fin está el pensamiento, para que no sea puro instinto animal cuanto nos mueva; para que nos vayamos convirtiendo día a día, año tras año, en seres verdaderamente humanos.
Pensar es necesario. No podemos prescindir del pensamiento. Es preciso pensar en todo momento cuanto estamos haciendo y mirar bien el camino que estamos siguiendo, no sea que extraviemos y vayamos a parar a algún atolladero. El ser humano aprende cuando actúa y piensa, y suele errar cuando prescinde del pensamiento.
Por fortuna pensar es una facultad humana. Todo ser humano es capaz de pensar, no tan sólo en lo más necesario para su subsistencia sino en todo aquello que sirve para llevarle a estados más felices. Nadie debe por tanto renunciar a esta tarea ni delegarla en otros, porque de que la lleve a cabo con acierto van, a la larga, su sufrimiento y su gozo y el de su entorno y el de su descendencia y el del mundo entero, porque todo trasciende, nada se queda en lo inmediato sino que se expande y acaba abarcando el universo. Pensar es un deber por tanto, una responsabilidad ineludible de todo ser humano.
Pero pensar no es fácil y es incómodo y además da miedo. Porque pensar es barajar lo que sabemos, confrontarlo, ponerlo en orden, discernir, desechar lo inservible y hacer limpieza del trastero de la mente; porque no es cierto aquello que se dice de que «el saber no ocupa lugar», pues sí lo ocupa, y a veces de tal modo que no deja espacio para otras maneras de entender la vida, porque el saber y el pensar y el sentir y el creer de un cierto modo llenan a rebosar nuestra persona. Y en ese cúmulo de “certezas” nos asentamos, aunque con riesgo de tambalearnos y aun derrumbarnos si alguna realidad nos zarandea demasiado. Por eso la mayoría de la gente prefiere “no pensar”, no cuestionar en ningún momento lo que le han enseñado, permanecer fiel de por vida al pensamiento heredado. Pero cuando así se actúa, pensar ya no es pensar sino recrearse en lo ya pensado; es detenerse, no es hacer camino, es inmovilizarse, echar raíces... Aunque vete a saber de qué árbol y para dar qué frutos.
Ese “no pensar” que señalamos no es, como suele decirse, lo contrario de creer. No, en absoluto. Creer es inherente al ser humano. No hay nadie que no crea. Creemos de a poco de nacer, desde el momento justo en que nos diferenciamos de nuestra madre. De niños creemos sin pensar; de adultos, después de haber pensado. ¡Cuanto niño crecido hay en el mundo, gente que cree a pies juntillas lo que le echen, sin pararse a pensarlo!
De ese “no pensar”, de esa fe infantil, de esa credulidad ciega e irresponsable viven los lideres desalmados, religiosos y profanos. Viven de generar ensueños, prometiendo paraísos en la tierra o en el cielo a cambio de no cuestionar nada, de dar por bueno cuanto dicen, de aceptar sin discusión sus conclusiones y de hacer nuestra su escala de valores. Viven de mantener una humanidad infantil, retrasada, inteligente pero necia, manipulable, de niños irresponsables entretenidos permanentemente con sus juegos y con sus fantasías, seres indefensos, fáciles instrumentos para sus ambiciosos fines.
Hace algunos años le oí decir a una monja profesora de Biblia, mujer inteligente y llana, cuando en una de sus clases explicaba “El libro de Job”: «Guardad la fe de la primera comunión donde guardasteis el vestido que llevasteis aquel día, porque os quedó tan pequeña como aquél y ya no os sirve». La escuche atentamente y “me quedé con la copla”, que en mi fuero interno repetía:
«Guardad la fe infantil, la credulidad ciega, irreflexiva y necia, y cambiadla por una fe adulta, cuestionada, pensada a la luz de cuanto el ser humano ha ido aprendiendo con el paso del tiempo. Pero no viváis sin fe, porque sin fe no se avanza, no se hace camino, no se va a parte alguna, no se ama, no se confía, no se apuesta por la vida».
Quienes conocen bien el alma humana saben que hay que nutrirla de continuo, que no hay que dejar que se apague la pasión que nos hace latir, porque en ese latir está la vida. Para eso están las fiestas y los juegos y el arte y la cultura entera, para llenarnos de gozo y evitar que nos invada la tristeza y nos domine el tedio y con él entren en nuestro corazón los rencores y el odio. Pero también para este fin está el pensamiento, para que no sea puro instinto animal cuanto nos mueva; para que nos vayamos convirtiendo día a día, año tras año, en seres verdaderamente humanos.
Pensar es necesario. No podemos prescindir del pensamiento. Es preciso pensar en todo momento cuanto estamos haciendo y mirar bien el camino que estamos siguiendo, no sea que extraviemos y vayamos a parar a algún atolladero. El ser humano aprende cuando actúa y piensa, y suele errar cuando prescinde del pensamiento.
Por fortuna pensar es una facultad humana. Todo ser humano es capaz de pensar, no tan sólo en lo más necesario para su subsistencia sino en todo aquello que sirve para llevarle a estados más felices. Nadie debe por tanto renunciar a esta tarea ni delegarla en otros, porque de que la lleve a cabo con acierto van, a la larga, su sufrimiento y su gozo y el de su entorno y el de su descendencia y el del mundo entero, porque todo trasciende, nada se queda en lo inmediato sino que se expande y acaba abarcando el universo. Pensar es un deber por tanto, una responsabilidad ineludible de todo ser humano.
Pero pensar no es fácil y es incómodo y además da miedo. Porque pensar es barajar lo que sabemos, confrontarlo, ponerlo en orden, discernir, desechar lo inservible y hacer limpieza del trastero de la mente; porque no es cierto aquello que se dice de que «el saber no ocupa lugar», pues sí lo ocupa, y a veces de tal modo que no deja espacio para otras maneras de entender la vida, porque el saber y el pensar y el sentir y el creer de un cierto modo llenan a rebosar nuestra persona. Y en ese cúmulo de “certezas” nos asentamos, aunque con riesgo de tambalearnos y aun derrumbarnos si alguna realidad nos zarandea demasiado. Por eso la mayoría de la gente prefiere “no pensar”, no cuestionar en ningún momento lo que le han enseñado, permanecer fiel de por vida al pensamiento heredado. Pero cuando así se actúa, pensar ya no es pensar sino recrearse en lo ya pensado; es detenerse, no es hacer camino, es inmovilizarse, echar raíces... Aunque vete a saber de qué árbol y para dar qué frutos.
Ese “no pensar” que señalamos no es, como suele decirse, lo contrario de creer. No, en absoluto. Creer es inherente al ser humano. No hay nadie que no crea. Creemos de a poco de nacer, desde el momento justo en que nos diferenciamos de nuestra madre. De niños creemos sin pensar; de adultos, después de haber pensado. ¡Cuanto niño crecido hay en el mundo, gente que cree a pies juntillas lo que le echen, sin pararse a pensarlo!
De ese “no pensar”, de esa fe infantil, de esa credulidad ciega e irresponsable viven los lideres desalmados, religiosos y profanos. Viven de generar ensueños, prometiendo paraísos en la tierra o en el cielo a cambio de no cuestionar nada, de dar por bueno cuanto dicen, de aceptar sin discusión sus conclusiones y de hacer nuestra su escala de valores. Viven de mantener una humanidad infantil, retrasada, inteligente pero necia, manipulable, de niños irresponsables entretenidos permanentemente con sus juegos y con sus fantasías, seres indefensos, fáciles instrumentos para sus ambiciosos fines.
Hace algunos años le oí decir a una monja profesora de Biblia, mujer inteligente y llana, cuando en una de sus clases explicaba “El libro de Job”: «Guardad la fe de la primera comunión donde guardasteis el vestido que llevasteis aquel día, porque os quedó tan pequeña como aquél y ya no os sirve». La escuche atentamente y “me quedé con la copla”, que en mi fuero interno repetía:
«Guardad la fe infantil, la credulidad ciega, irreflexiva y necia, y cambiadla por una fe adulta, cuestionada, pensada a la luz de cuanto el ser humano ha ido aprendiendo con el paso del tiempo. Pero no viváis sin fe, porque sin fe no se avanza, no se hace camino, no se va a parte alguna, no se ama, no se confía, no se apuesta por la vida».
Pepcastelló
[Barcelona-UE, 19/08/2008]