sábado, 15 de marzo de 2008

De raíces y alas

La mujer llegó a la Santa Cruz con su desánimo a cuestas. Fue hace unos diez años. La habían invitado a una misa en esa iglesia de la que conocía parte de su historia. Y fue a esa misa, una de las tantas de las que había participado con más o menos entusiasmo. Mucho menos, a decir verdad, en los últimos tiempos.

En el altar había mucha gente. ¿Concelebrantes?, se preguntó…Uno tenía la estola con el rostro de Mugica. Habló de los años en que estaban en éxodo, en busca de la liberación y que ahora estaban volviendo del exilio sin saber todavía cómo reconstruir…

Otro, sin vestiduras sacerdotales, dijo que la sinagoga era lugar de encuentro y que en ese momento Santa Cruz era sinagoga…¡¿un rabino?!...Y luego dos pastores hablaron de los años de dictadura, de los desaparecidos…Y alguien con su guitarra ponía música y vibración a una canción de Víctor Heredia, a una de Benedetti… Y los hacía cantar a todos, a los de buena voz y a los desafinados. A ella, que había ido perdiendo la voz, también.

En un momento inesperado se apagaron las luces y una muchacha bajó desde el altar danzando una música interior, rodeada de silencio. La acompañaba una mujer mayor que llevaba en sus manos una vasija con fuego. Se acercaban a la gente y ellos iban gritando, o diciendo tímidamente el nombre de su hermano, su hijo, su amigo desaparecido (no están vivos, no están muertos, están desaparecidos…aquella voz metálica martillaba el cerebro y hacía doler todo el cuerpo). Llegaron adonde ella estaba y se sorprendió a sí misma nombrando fuerte al amiguito de la infancia, al de los juegos inventados cuando se trepaban al limonero del patio. Aquel al que supo que se llevaron de noche, al que ese día le dolía una muela, al que arrastraron con una sola pantufla porque la otra quedó en la casa…y nunca más…

Alguien a su lado se fue protestando, eso no era una misa. A ella, en cambio, se le abrieron los ojos y los oídos. Para que se soltara su lengua todavía no era el tiempo. Pero la parálisis que la venía invadiendo huyó de brazos y piernas. Sintió que por fin había llegado a su lugar.

Día a día fue explorando el territorio, el propio y el ajeno. A veces con cautela. Otras, aventurada. Llevaba una mochila con algunos mapas que fueron perdiendo vigencia (todavía los guarda porque, aun ajados y amarillentos, son parte de su historia).También tenía un libro en el que se atesoraba el diálogo amoroso entre Dios y su pueblo. A ése lo cuidó y le fue sumando páginas porque el diálogo no se terminó y continuará mientras hombre – pueblo – Dios necesiten contarse dudas, certezas, dolores y alegrías.

Poco a poco pudo ir nombrando su experiencia, subjetiva…¿intransferible?...tal vez no…

SANTA CRUZ TIERRA. Tierra madre, útero tibio y protector. Tierra fecunda, regada, desmalezada. Un día le sembraron cuatro puñados de semillas con nombres de mujer: Mary, Ester, Leonie, Ángela. Eran, son, granos que fueron espiga, simiente que muriendo, da fruto. En una tierra donde las raíces se pueden hundir seguras. Tierra de la que se cosechan nuevas semillas para afirmar que la vida que nace, una y otra vez, empecinada, nunca más será borrada.

SANTA CRUZ AGUA. Limpia, fresca, para las gargantas con sed. Para los pies del camino y para las manos trabajadoras. Agua que surge de lo hondo, de un manantial inagotable. Aparece aquí y allá. Sale a la superficie y mansa pero decidida se hace río que recibe a otros ríos. Agua que algunas veces brota como un surtidor y se eleva con fuerza; otras, mana serena y permanente. Aprovecha las hendiduras y la permeabilidad de la tierra para filtrarse. Agua que es lluvia, savia, leche, sangre. Agua viva.

SANTA CRUZ VIENTO. Viento que, dicen, es un gran suspiro de Dios. Viento – Espíritu que se cuela y expulsa a la oscuridad. Viento que trae voces atravesando años y espacio. Voces, gritos, clamores, susurros, gemidos, llantos…risas, cantos. Viento que recoge el aliento de todos los que por aquí pasaron, de todos los que habitaron este lugar. Aliento de los que la habitan hoy y de los que se detienen el tiempo necesario para poder seguir andando. Viento calmo, viento fuerte.

SANTA CRUZ FUEGO. Para arracimarse con otros cuando el frío de afuera se hace sentir. Para calentar el agua que anticipa la ronda del mate compañero confidente. Fuego del encuentro. Fuego que quema por dentro y enciende palabras de denuncia, palabras de anuncio, de buena noticia, de esperanza terca. Fuego que se alimenta, que no se deja apagar porque, sabemos, hay “brasas bajo las cenizas”.

La mujer que hoy puede decirse y decirte Santa Cruz, diciéndose dice a otros y otras. Ahora nomás descubre otra cosa: le crecieron alas. Ensaya un vuelo cortito. Sola… acompañada, busca la bandada. No es tan difícil. Acá se puede aprender a volar.

Beatriz Fernández

Comentarios y FORO…

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