jueves, 24 de enero de 2008

Cambiar el mundo

Siento mucho tener que llevar a estos extremos mis pronuncia­mientos sobre las posibles soluciones de los problemas del mundo. De momento, en alguno de los periódicos digitales en que participo, enmarco este artículo, como debiera hacer en el caso de muchos otros, en una sección titulada Heterodoxias. Heterodoxia, hoy, es todo lo que no apunte al conservadurismo ideológico y a la confor­mación del statu quo. No importa que ambos los profesen los aban­derados de la progresía de todo el globo, llámense socialistas o de­mócratas sociales o eurocomunistas: todos siguen apuntando al conservadurismo puro y duro aunque le den, o estén dispuestos a darle, algunos retoques para que todo siga igual...

Quiero decir que en el planeta, en los continentes, en la sociedad mundial, la desigualdad, el dominio de la fuerza armamentística, el reino de la manipulación, de la mentira y del cinismo no "pueden" seguir siendo el combustible que mueva el motor de la historia del presente a la que, por distintos signos, parece quedarle bien poco tal como entendemos la vida apetecible. Otra cosa es que nadie pueda pararlo. Otra cosa es que algunos lo intenten con toda la carga de ruptura que tienen las aventuras políticas a mitad de camino entre las buenas intenciones y la utopía. Este tipo de aventura es la que siguen, y va creciendo en ellos, los países latinoamericanos...

Lo que me parece incuestionable es que la sociedad mundial no va a ningún sitio a través de la política. La política no resuelve nada de lo esencial, ninguno de los graves desafíos a escala planetaria que tiene la especie humana. La política, los políticos y los gobernantes están supeditados, por no decir encadenados, a la economía, al in­dustrialismo y a la empresarización. Y la economía (la occidental) no tiene, por definición, otro objetivo que el beneficio. "La sacralización del cumplimiento personal, el éxito profesional y de la satisfacción individual y de la vida privada ha reducido la economía a consumo, y la creación de riqueza, a aumento del beneficio". (Vidal-Beneyto) A la economía, a los buenos economistas (occidentales) no les hable o no espere vd de ellos otra cosa que no sea la exaltación del con­cepto "desarrollo", que nada tiene que ver con el concepto "pro­greso". Del mismo modo que el médico saja y se desentiende de las secuelas; del mismo modo que al abogado lo único que le interesa es sacar del atolladero a su cliente aunque sea un redomado crimi­nal; del mismo modo que al arquitecto lo único que le importa es hacer una casa a su manera aunque se cargue una colonia de bui­tres, y así sucesivamente, el economista de lo único que se ufana es de conseguir cifras computables en crecimiento aunque sean cance­rigenas sus consecuencias o produzcan daños irreversibles en el entorno del solar donde construye y menos en otra parte del mundo. Y sin embargo el mundo está en manos de los economistas y de los patrones economicistas del falso mercado libre (falso porque ade­más tampoco es libre aunque funcione como tal).

No he encontrado hasta ahora a lo largo de mi vida otra idea más acabada y completa que la del Marx que afirma que "la polí­tica es una mera superestructura cambiante de lo económico". Pero yo diría más. No sólo es una superestructura cambiante, es que, aunque rendida a lo económico, es la alcahueta, la encargada de solapar el dominio de lo económico. Ocurre algo parecido con la filo­sofía de la comunicación. No hay quien en esos estudios sobre ella no afirme que los medios no reproducen, sino que producen la reali­dad.

De modo que los medios por un lado y la política por otro son los dos grandes fabricantes de la mentira, de las sesiones de ilusio­nismo y al final de la barrera infranqueable que impiden que el mundo cambie de manera significativa. Unos cuantos tratados tan pronto de "realistas" como de iluminados, con graves quebrantos, tratan de hacer resurgir la otra de las ideas nucleares del ideario re­volucionario francés absolutamente postergada en el capitalismo y no se diga en el neoliberalismo que protegen el mercado: la igual­dad.

Digamos no obstante una cosa cuando se hacen comparaciones entre países y modelos en cuanto al progreso (no al desarrollo, eco­nómico). Podrán crecer el PIB, las tasas de riqueza e incluso la renta per capita, pero en general, pongamos por caso en España, un minifundista gallego o catalán o vasco (más o menos todos origina­riamente lo fueron) hace medio siglo era mucho más autosuficiente y más libre en su vida cotidiana, y por lo tanto más feliz en términos psicológicos, que hoy por más que hayan acrecido su renta. Quiere decirse que el desarrollo cuyo sentido unívoco nos sitúa exclusiva­mente en lo material, no puede ni debe confundirse con el progreso del ser humano y de la sociedad, pues en el progreso hay muchas más cosas que el “más” numérico y el “más” de posesión tangible. Puedo vivir más años, pero si la prolongación de mi vida va a ser a costa de arrastrarme de clínica en clínica, de medicación en medica­ción, de soledad absoluta o peor, maltratado por los codiciosos si tu­viera algo que legar o de lo que ellos están al acecho de apropiarse, prefiero mil veces morirme con menos años, vivir menos años, aun­que haga trizas las estadísticas y las tasas de esperanza de vida.

Progreso, pues, y desarrollo nada tienen que ver. Y el mundo se ha decantado por el segundo. Todo se mide por ahí. De ahí que nada se puede hacer para que las próximas generaciones puedan no limitarse a sobrevivir; empezando por tener que dedicar todas sus ya escasas energías en el plazo corto de 20 ó 30 años a hacer provisión de agua y vigilar la cosecha de cereales.

Así pues, la heterodoxia está servida en la pregunta: ¿Qué interés personal puede tener un gobernante o un pensador que sostengan que el intervencio­nismo, que el Estado, que la res publica, que el bienestar colectivo son los bienes a potenciar para des­parramar luego los efectos igualitaristas en la sociedad o hacerlos posibles?

Las dife­rencias entre los que piensan en una dirección o en otra no pueden cargarse en la cuenta de los segundos mientras no se adueñen per­sonalísimamente del poder convirtiéndose en tiranos, sátrapas o dictadores sin más. No hay razón para acusarnos a quie­nes en el colectivismo y en el recorte de las libertades en un planeta que de­mográficamente se desmadra, están las soluciones. Es inno­ble acu­sarnos de nada reprobable a quienes creemos que, visto lo visto: desigualdad, deterioro y depravación sin límites, adecuar la produc­ción al consumo de manera dirigida es un principio de solu­ción. No les da derecho a insultarnos por eso, cuando empiezan a flaquear las cosechas, el agua, los bienes esenciales aunque se ti­ren millones y millones de toneladas de basura a los oceános, a los muladares planetarios y en fin, a la biosfera... Por más utópico que re­sulte, no parece que (aunque situé yo la propuesta en una hetero­doxia) no pueda ser la única solución a cambio de la que jamás lle­gará por vías de la libertad ficticia de los países llamados libres.

Jaime Richart

http://jjaimerichart.blogspot.com/2007/04/cambiar-el-mundo.html

Comentarios y FORO…

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