Juan Diego García
Independientemente del mayor o menor compromiso de la Casa Blanca en el golpe de Honduras lo cierto es que de sus ambiguas condenas iniciales se ha pasado al intento de consolidarlo mediante cambios cosméticos que lo armonicen mejor con la estrategia general destinada a detener el movimiento popular y nacionalista en el continente.
Washington hubiese preferido un golpe menos torpe que no les pusiera en evidencia, pero ya producido el estropicio, consideraciones mayores aconsejan buscarle una salida a los golpistas y recuperar Honduras rompiendo por el eslabón más débil la cadena de gobiernos que promueven la integración regional, y de forma prioritaria aquellos que se agrupan en la Alianza Bolivariana para las Américas (ALBA).
La forma como se realiza el golpe (más que el golpe mismo) contraría al gobierno de Obama porque empaña la prometida imagen de una nueva época en las relaciones de los Estados Unidos con Latinoamérica. Sin embargo, dados los intereses en juego, algo semejante sucedería tarde o temprano si bien hubiese sido preferible con un contraste menos alejado del discurso oficial. En última instancia, para la Casa Blanca siempre será preferible un gobierno de orígenes espurios pero leal, que permitir que en Honduras se produjesen cambios similares a los de Venezuela, Ecuador o Bolivia, es decir, el surgimiento de nuevas relaciones institucionales como resultado de una nueva constitución, con un destacado protagonismo de los sectores populares y el retroceso de sus eternos aliados, la burguesía criolla. Con un marco institucional progresista se avanzaría notoriamente en el combate real contra la pobreza y sobre todo se recuperaría el control nacional sobre los recursos naturales, en poder de las voraces compañías transnacionales. Y aunque en Honduras no está en juego ciertamente el control de algún recurso clave, existen motivos de geoestrategia que imponen tal intervención.
Por este motivo Obama no acompaña su retórica de defensa de la democracia en Honduras con medidas efectivas que obliguen a los golpistas a una salida pactada; ni siquiera en los términos muy desventajosos del llamado Consenso de San José, una fórmula tramposa preparada por la secretaria Clinton y el presidente Arias para sacar del golpe todas las ventajas al menor precio posible. Según este acuerdo, se entrega un poder simbólico a Zelaya, se constituye un “gobierno de coalición”, se descarta la reforma de la constitución y se celebran unas elecciones generales manipuladas que asegurarían en la práctica la continuidad del régimen de facto. Como complemento, la derecha más cerril desarrolla una febril campaña de apoyo directo o solapado a Micheletti y su pandilla. Todos a una, legisladores, creadores de opinión y medios de comunicación como The Washington Post y sus afines en todo el continente -propiedad casi todos de la oligarquía criolla o directamente en manos de grandes consorcios internacionales- se afanan por justificar la necesidad del golpe. Hasta el trío siniestro de los legisladores cubano-americanos de Miami se desplaza a Tegucigalpa a dar respaldar al gobierno de facto y Uribe Vélez, que condena a los golpistas en la OEA, los recibe discretamente en Bogotá y les promete pleno apoyo. Todos al unísono, en público o en privado, saludan la vuelta a los “viejos tiempos” de los golpes de estado por lo útiles que resultan a sus intereses como instrumentos frente el populismo amenazador.
Pero hasta hoy han sido vanos los esfuerzos por convencer a los golpistas de la necesidad de buscar una salida que permita alcanzar sus mismos objetivos dando al proceso una imagen de legalidad. El gobierno de facto no da su brazo a torcer. Micheletti insiste en los peligros que supone otorgar espacios, así sean mínimos, al presidente Zelaya y al movimiento popular que lo respalda. Su estrategia consiste en dejar pasar el tiempo y convocar en noviembre unas elecciones que le permitan el “regreso pleno a la normalidad democrática”. Con el tiempo espera que disminuya la oposición internacional mientras una feroz represión permitirá mantener internamente todo bajo control.
Los Estados Unidos aprovechan el golpe para recuperar la iniciativa que los continuados triunfos populares le han arrebatado. La coyuntura le permite además calibrar la fortaleza del movimiento de integración que ha sido una respuesta hasta hoy muy exitosa de los países de la región a los tratados de libre comercio auspiciados por Washington y la Unión Europea (ALCA). Se trata de golpear en primer lugar el ALBA que encabeza Venezuela pero también es un mensaje para Brasil que se destaca como un factor clave en la región y constituye el principal obstáculo a la nueva expansión colonial de los Estados Unidos en el continente. No por azar el gran coloso suramericano condena sin paliativos a los golpistas y exige el retorno inmediato a la legalidad.
Como no podía ser de otra manera, Obama responde en casa ante las exigencias de los grupos de presión que son los que realmente deciden. Ellos lo han elegido y a ellos se debe. La gran banca, el sistema financiero, el complejo militar industrial (entre los más destacables) pueden admitir cambios retóricos en el discurso oficial y hasta ciertos matices nuevos en la política exterior de los Estados Unidos pero jamás van a consentir que se pongan en riesgo los llamados “intereses nacionales”, menos áun cuando se trata de un pequeño y pobre país de Centroamérica que ha sido siempre una base segura para sus políticas contrainsurgentes en el área.
Pero los costes de esta operación ya son muy altos tanto para los Estados Unidos como para la oligarquía criolla pues aunque han conseguido detener momentaneamente el proceso de cambios en Honduras, el método empleado deteriora gravemente la idea de la democracia representativa como el instrumento idóneo para satisfacer los anhelos populares y las reivindicaciones nacionales por medios pacíficos. Seguramente los estrategas de la derecha dan poco valor a la legitimidad y confían más en la fuerza y en la lealtad de los militares. De hecho, siempre consiguieron ahogar en sangre los procesos de reforma mediante regímenes de terror que luego desmantelan cuando ya han cumplido su papel, para permitir entonces el regreso a esa democracia formal y en extremo limitada tan típica del continente. Pero el retorno a la democracia política acompañado del modelo económico neoliberal han supuesto un exagerado aumento de la pobreza y el descontento y una crisis profunda del sistema político. Ese vacío lo han llenado nuevas formas de movilización política y social y organizaciones que moviéndose dentro de la misma legalidad vigente derrotan en las urnas a las clases dominantes tradicionales.
Es así como han llegado al gobierno nuevos colectivos, contrarios a los grupos tradicionales de poder y opuestos al dominio insultante de los Estados Unidos. Y Honduras no es ajena a este proceso; Manuel Zelaya, él mismo hijo de esa elite pero con vocación reformadora, decidió modernizar el país y cumplir las promesas electorales, alcanzando entonces un amplio apoyo popular. Era inevitable la respuesta de las minorías afectadas de dentro y fuera del país. Este es el transfondo real de los acontecimientos y no la supuesta intención de Zelaya de perpetuarse en el poder, como falsamente propalaron los medios de comunicación. Frente a los golpistas y sus aliados el Frente Nacional contra el Golpe - la Resistencia - mantiene sus tres exigencias fundamentales: regreso sin condiciones de Manuel Zelaya al poder, castigo a los responsables del golpe e inicio de un proceso constituyente que someta a la decisión ciudadana una nueva constitución para Honduras.
El gobierno de facto se sostiene básicamente en el apoyo de las fuerzas armadas. Carentes de toda legitimidad tan solo les queda el recurso de la violencia. Si como ocurrió en Venezuela, una parte decisiva de las tropas se pusiera del lado de la legalidad, Micheletti duraría muy poco en el gobierno; nada sugiere sin embargo que esta sea la vía de solución del problema. Al menos que se sepa.
Mucho se juega en esta batalla. Una victoria popular en el pequeño país centroamericano supondría una derrota de gran trascendencia para la estrategia de la derecha del continente, algo que ni la oligarquía criolla ni la Casa Blanca se pueden permitir. La lucha de desarrolla ahora en las calles con la movilización popular y en la mesa de negociaciones. Si la primera se mantiene y la segunda da un vuelco positivo, sería posible un proceso electoral limpio en el cual el movimiento popular recuperaría el gobierno, dando curso nuevamente al proceso de reformas. Pero si el golpe se consolida necesitará una represión feroz para mantenerse y el camino a levantamientos violentos de la población estaría abierto. Los tambores de guerra en la región dejarían de ser meras conjeturas.
Juan Diego García
http://www.argenpress.info/2009/10/la-batalla-de-honduras.html
Comentarios y FORO...
Independientemente del mayor o menor compromiso de la Casa Blanca en el golpe de Honduras lo cierto es que de sus ambiguas condenas iniciales se ha pasado al intento de consolidarlo mediante cambios cosméticos que lo armonicen mejor con la estrategia general destinada a detener el movimiento popular y nacionalista en el continente.
Washington hubiese preferido un golpe menos torpe que no les pusiera en evidencia, pero ya producido el estropicio, consideraciones mayores aconsejan buscarle una salida a los golpistas y recuperar Honduras rompiendo por el eslabón más débil la cadena de gobiernos que promueven la integración regional, y de forma prioritaria aquellos que se agrupan en la Alianza Bolivariana para las Américas (ALBA).
La forma como se realiza el golpe (más que el golpe mismo) contraría al gobierno de Obama porque empaña la prometida imagen de una nueva época en las relaciones de los Estados Unidos con Latinoamérica. Sin embargo, dados los intereses en juego, algo semejante sucedería tarde o temprano si bien hubiese sido preferible con un contraste menos alejado del discurso oficial. En última instancia, para la Casa Blanca siempre será preferible un gobierno de orígenes espurios pero leal, que permitir que en Honduras se produjesen cambios similares a los de Venezuela, Ecuador o Bolivia, es decir, el surgimiento de nuevas relaciones institucionales como resultado de una nueva constitución, con un destacado protagonismo de los sectores populares y el retroceso de sus eternos aliados, la burguesía criolla. Con un marco institucional progresista se avanzaría notoriamente en el combate real contra la pobreza y sobre todo se recuperaría el control nacional sobre los recursos naturales, en poder de las voraces compañías transnacionales. Y aunque en Honduras no está en juego ciertamente el control de algún recurso clave, existen motivos de geoestrategia que imponen tal intervención.
Por este motivo Obama no acompaña su retórica de defensa de la democracia en Honduras con medidas efectivas que obliguen a los golpistas a una salida pactada; ni siquiera en los términos muy desventajosos del llamado Consenso de San José, una fórmula tramposa preparada por la secretaria Clinton y el presidente Arias para sacar del golpe todas las ventajas al menor precio posible. Según este acuerdo, se entrega un poder simbólico a Zelaya, se constituye un “gobierno de coalición”, se descarta la reforma de la constitución y se celebran unas elecciones generales manipuladas que asegurarían en la práctica la continuidad del régimen de facto. Como complemento, la derecha más cerril desarrolla una febril campaña de apoyo directo o solapado a Micheletti y su pandilla. Todos a una, legisladores, creadores de opinión y medios de comunicación como The Washington Post y sus afines en todo el continente -propiedad casi todos de la oligarquía criolla o directamente en manos de grandes consorcios internacionales- se afanan por justificar la necesidad del golpe. Hasta el trío siniestro de los legisladores cubano-americanos de Miami se desplaza a Tegucigalpa a dar respaldar al gobierno de facto y Uribe Vélez, que condena a los golpistas en la OEA, los recibe discretamente en Bogotá y les promete pleno apoyo. Todos al unísono, en público o en privado, saludan la vuelta a los “viejos tiempos” de los golpes de estado por lo útiles que resultan a sus intereses como instrumentos frente el populismo amenazador.
Pero hasta hoy han sido vanos los esfuerzos por convencer a los golpistas de la necesidad de buscar una salida que permita alcanzar sus mismos objetivos dando al proceso una imagen de legalidad. El gobierno de facto no da su brazo a torcer. Micheletti insiste en los peligros que supone otorgar espacios, así sean mínimos, al presidente Zelaya y al movimiento popular que lo respalda. Su estrategia consiste en dejar pasar el tiempo y convocar en noviembre unas elecciones que le permitan el “regreso pleno a la normalidad democrática”. Con el tiempo espera que disminuya la oposición internacional mientras una feroz represión permitirá mantener internamente todo bajo control.
Los Estados Unidos aprovechan el golpe para recuperar la iniciativa que los continuados triunfos populares le han arrebatado. La coyuntura le permite además calibrar la fortaleza del movimiento de integración que ha sido una respuesta hasta hoy muy exitosa de los países de la región a los tratados de libre comercio auspiciados por Washington y la Unión Europea (ALCA). Se trata de golpear en primer lugar el ALBA que encabeza Venezuela pero también es un mensaje para Brasil que se destaca como un factor clave en la región y constituye el principal obstáculo a la nueva expansión colonial de los Estados Unidos en el continente. No por azar el gran coloso suramericano condena sin paliativos a los golpistas y exige el retorno inmediato a la legalidad.
Como no podía ser de otra manera, Obama responde en casa ante las exigencias de los grupos de presión que son los que realmente deciden. Ellos lo han elegido y a ellos se debe. La gran banca, el sistema financiero, el complejo militar industrial (entre los más destacables) pueden admitir cambios retóricos en el discurso oficial y hasta ciertos matices nuevos en la política exterior de los Estados Unidos pero jamás van a consentir que se pongan en riesgo los llamados “intereses nacionales”, menos áun cuando se trata de un pequeño y pobre país de Centroamérica que ha sido siempre una base segura para sus políticas contrainsurgentes en el área.
Pero los costes de esta operación ya son muy altos tanto para los Estados Unidos como para la oligarquía criolla pues aunque han conseguido detener momentaneamente el proceso de cambios en Honduras, el método empleado deteriora gravemente la idea de la democracia representativa como el instrumento idóneo para satisfacer los anhelos populares y las reivindicaciones nacionales por medios pacíficos. Seguramente los estrategas de la derecha dan poco valor a la legitimidad y confían más en la fuerza y en la lealtad de los militares. De hecho, siempre consiguieron ahogar en sangre los procesos de reforma mediante regímenes de terror que luego desmantelan cuando ya han cumplido su papel, para permitir entonces el regreso a esa democracia formal y en extremo limitada tan típica del continente. Pero el retorno a la democracia política acompañado del modelo económico neoliberal han supuesto un exagerado aumento de la pobreza y el descontento y una crisis profunda del sistema político. Ese vacío lo han llenado nuevas formas de movilización política y social y organizaciones que moviéndose dentro de la misma legalidad vigente derrotan en las urnas a las clases dominantes tradicionales.
Es así como han llegado al gobierno nuevos colectivos, contrarios a los grupos tradicionales de poder y opuestos al dominio insultante de los Estados Unidos. Y Honduras no es ajena a este proceso; Manuel Zelaya, él mismo hijo de esa elite pero con vocación reformadora, decidió modernizar el país y cumplir las promesas electorales, alcanzando entonces un amplio apoyo popular. Era inevitable la respuesta de las minorías afectadas de dentro y fuera del país. Este es el transfondo real de los acontecimientos y no la supuesta intención de Zelaya de perpetuarse en el poder, como falsamente propalaron los medios de comunicación. Frente a los golpistas y sus aliados el Frente Nacional contra el Golpe - la Resistencia - mantiene sus tres exigencias fundamentales: regreso sin condiciones de Manuel Zelaya al poder, castigo a los responsables del golpe e inicio de un proceso constituyente que someta a la decisión ciudadana una nueva constitución para Honduras.
El gobierno de facto se sostiene básicamente en el apoyo de las fuerzas armadas. Carentes de toda legitimidad tan solo les queda el recurso de la violencia. Si como ocurrió en Venezuela, una parte decisiva de las tropas se pusiera del lado de la legalidad, Micheletti duraría muy poco en el gobierno; nada sugiere sin embargo que esta sea la vía de solución del problema. Al menos que se sepa.
Mucho se juega en esta batalla. Una victoria popular en el pequeño país centroamericano supondría una derrota de gran trascendencia para la estrategia de la derecha del continente, algo que ni la oligarquía criolla ni la Casa Blanca se pueden permitir. La lucha de desarrolla ahora en las calles con la movilización popular y en la mesa de negociaciones. Si la primera se mantiene y la segunda da un vuelco positivo, sería posible un proceso electoral limpio en el cual el movimiento popular recuperaría el gobierno, dando curso nuevamente al proceso de reformas. Pero si el golpe se consolida necesitará una represión feroz para mantenerse y el camino a levantamientos violentos de la población estaría abierto. Los tambores de guerra en la región dejarían de ser meras conjeturas.
Juan Diego García
http://www.argenpress.info/2009/10/la-batalla-de-honduras.html
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